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Las manos tan enjutas al cuerpo, tan curados de todo el daño que se les provocaba con esas falsedades de la ilusión, en realidad eran como un par de intrusos que vivían replanteándose, re-parchándose y rejuntándose mutuamente, eran lo que típicamente la voz del mundo acosa como “locos”. Incluso cuando las piedras se movían por debajo de su sensualidad juraban (lo mas callados posible, pues se entiende que la arena tiene oídos) no abandonar las arcas que con tanto anhelo lograban producir.
Para ellos, más bien para todos, el mar resultaba un amplio pergamino de sensaciones. Las carcajadas se les volvían grises cada vez que un relámpago amenazaba con cerrar un puerto, los espejos se trizaban con solo reflejar el fantasma de los derrames o las mareas malditas, el opio salino que exudaban las barcazas al tope de su carga era siempre un regalo de algún acontecimiento inesperado: o la brisa misma, o la sonata de las caracolas (ese pacto silencioso del que disfrutan los niños cuando apretan su oído contra el hueco de estas), o del graznar de un albatros. Los ojos de Rilhan miraban siempre hacia donde existe estrellas, mientras que Kadiz golpeaba la tierra con el taladro-palpitar de sus sienes prominentes, ambos siempre con las manos tan enjutas al cuerpo, tan curados del daño que se les provocaba con esas falsedades de la ilusión.
Cuando ella usaba aquel vestido estaba siempre atento para buscar el mejor momento y repicarle que parecía una niña de salón, sonrojada abandonaba Kadiz por un momento sus estrellas, mientras con un galope de errante echábase a volar sobre los contornos de la arena. Gustoso entonces como nunca le perseguía en ese tipo de caserías que solo se dan los amantes, rodaban suavemente hasta que el agua les ronroneaba en las orejas, sus pasos de letargo se mostraban tan largos como la boca de la noche cuando al fin encontraban forma de separar sus cuerpos, lucían esa seda de los parajes invernales (tan acallados sus muslos en medio de la nieve), cada vez que meneaban el reloj al viento eran encumbrados por un suspenso perpetuo.
También estaban los barcos, esos titánicos bulbos de hierro que consumían por completo los soliloquios del basto mar, zigzagueaban voraces en medio de los cuidados que ejercen los pequeños pescadores y sus barquitos para mantener a flote las oportunidades. Hay que tener en claro la diferencia entre un barco y un barquito, la madera mohosa y esforzada que impulsa a un guerrero del mar mientras el sudor de su frente llega incluso a confundirse con los destellos de una ola golpeando contar la roca, el robusto semblante de una piel morena orgullosa de luchar con las olas y arrancarle de sus entrañas celosas cada pescada como si fuera una esquirla del dios vivo (pensando en que exista, soñando con su nombre): eso mis queridos señores nunca es ni será un barco, eso es un ente de las caletas. Los barcos son mas bien hinchados bulbos de hierro, consumidos por completo por las soledades inhóspitas de un salario nefasto y la condena absoluta a los barbechos marinos.
Mientras que en la arena Rilhan siempre le dibujaba flores con los cangrejos que encontraba, a veces tenia que perseguir las espinas pues no faltaba el insensato que se pasaba de listo y salía corriendo de entre las espinas, o de los mismos pétalos. Eran tan jóvenes como el faro, bastante jóvenes entonces, afortunados hijos de los entes que aun surcaban estelas suaves cerca de la caleta, eruditos de la reineta o la corvina, de la pesca e’ turno encima de la mesa, de los libros rellenos con portadas roídas por el polvo y un amarillo conjuro de los años siderales. Con todo y ventarrones era increíble que conservaran su infancia, lucían aun sus mejillas rosadas, amaban la dulce inocencia de un beso y deseaban nubes como una colección de estampas siempre con las manos tan enjutas al cuerpo, tan curados del daño que se les provocaba con esas falsedades de la ilusión.
Un día bueno para las casas aquellas era siempre aquel en que las redes se reventaban solas, caían por los costados cuanto pez se trajera arena adentro y los bolsillos sonaban (esta vez no por el eco de sus propias voces). Cautos guardaban prenda de lo que se les regalase, un tanto para la mesa y el resto para la vida, con un colchón de rezos bajo la almohada intentaban que así fuera todos los días. La cosa curiosa es que mar adentro los dioses parecen ser tan sordos como en tierra, dejan caer la prenda solo cuando el sesgo se les apiada, mientras que las bocas igual se llenan de hambre y los aparadores juntan más gordas las polillas. Se venían los inviernos tan apegados a los veranos que la vista a ratos se confundía de horizonte, no sabia si la lluvia estaba haciendo estragos o las lagrimas-catarata los mantenían inmóviles. Fueron años malos los que pasaron luego de la ultima red que reventaba, cuando volvió a pasar fue por que las redes ya eran viejas, esos buitres de carga con su piel acerada se marchaban ya con sus botas lustrosas, el cuerpo bien parecido, la mirada rellena de ambiciones sin alma adjunta con el remordimiento callado con sus vicios de turno.
Cuentan de Rilhan las señoras del chisme que partió un día dejando sus huellas en la arena, con su des-inocencia arrastro a su inocente a las entrañas grises de las ruidosas ciudades. ¿Quien custodia ya la playa de las ensoñaciones?, es un misterio celoso que solo los ebrios guardan, aún en sus botellas, las arenas sienten las lamidas de las holas frías por no hallar orejas que lamer despacio, ¿se va acaso hasta el día de las dulces caletas?, todas las redes se arruman como una reliquia mientras las ruinas de madera se llenan de conchuelas. Donde anduvo una vez el niño persiguiendo caracolas, solo queda el sonido de los leviatanes, ahora los catódicos brillos de la computadora le duermen la lengua mientras le carcomen en su herida. Sus piernas cansadas llegan por la hacera y una bella hija le palmea la mejilla, en la imponente cocina deambula un cansado espectro con olor a leña, poco quedo entonces de los entes míticos que fueran sus padres, unas alhajas y un taco de anotaciones en la mesita de noche resaltan la diferencia. Se estiro ella el cuello para hacer juego con la poblada barba, ambos de sus ojos inventaron mil excusas, que una enjundia extraña los tiño de negro, o que el paso del tiempo los curtió muy a prisa. Caminan de la mano de ves en cuando, todavía amándose en sus cicatrices, siempre con las manos tan enjutas al cuerpo, tan sumidos en el daño que se les provoco con esas falsedades de la ilusión.

Texto agregado el 13-11-2009, y leído por 139 visitantes. (0 votos)


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