Buenos Aires Septiembre de 2006.
EL VIAJE
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Antes de echar llave a la puerta, hecho un último vistazo al recinto, como un viajero nómada que sabe que jamás regresará a ese lugar. Recuerdos apilados, como costras en el alma, le apretaban el pecho, cortándole la respiración. Era un cuartucho de paredes húmedas y desteñidas, una puerta viejísima de doble hoja y que en algún tiempo había sido amarilla, unos muebles antiquísimos y gastados, y un baño que reunía las comodidades indispensables para ser usado. Estaba ubicado en el segundo piso de un hotel alojamiento de la calle Paso en el porteño barrio de Once. Ya iba a cerrar, luego de guardar en su alma algunos recuerdos enfermos y arrugados, cuando recordó que había olvidado de meter en el bolso la carta de su madre. Volvió entonces sobre sus pasos, abrió el cajón de la mesa de luz y extrajo de el un sobre. Pareció vacilar, se sentó sobre la cama y, abriendo la misiva, la releyó en silencio, como un enfermo de cierta gravedad repasa sus estudios médicos. Años más tarde, recordó que en aquel instante tuvo ganas de llorar, pero contuvo las lágrimas (aunque nunca pudo responderse por que). La letra desforme y grande de su madre, propia de una mujer casi sin estudios pero repleta de amor, le estremeció el alma. Pero casi instintivamente, como alguien que quiere deshacerse de un recuerdo doloroso, guardó la carta y se incorporó. Revisó el bolso para cerciorarse que había guardado “todo lo que deseaba llevarse de esa inmunda ciudad”. No era gran cosa: algunas pertenencias personales (léase ropa), un libro de Metafísica, una novela de amor, algunos compact de música, la camiseta de Huracán (obsequio de un antiguo amigote de sus épocas universitarias) y la foto de Gloria.
Mientras se encaminaba a la puerta, insoportables y vertiginosos flujos de ideas, atravesaron su alma: su madre, su padre, la estación “Garay” (ese remoto y pequeño universo donde había construido sueños de amor y grandeza), y Buenos Aires, noches borrachas de melancolía, otoños interminables,…Pero justo cuando iba a cerrar la puerta de aquella pocilga, el recuerdo de Gloria, como el pétalo de una rosa navegando en las negras y contaminadas aguas del riachuelo, endulzó dolorosamente su corazón. Abismos que parecían infranqueables parecían divorciar sus destinos. Y pese a ello, cuando pensaba en ella, su alma parecía embadurnarse de una paz inmensa, similar al éxtasis que se experimenta al escuchar esas músicas eternas o una sencilla canción de amor. Recordó que había soñado con ella (Gloria le resultaba un sueño recurrente), en el báquico reposo de una noche de excesos, hacía algunos días: la había visto, como en brumas, en un parque que, si no era, resultaba muy parecido a “Plaza San Martín” de retiro. Se veía esplendida, candorosa, pura, inalcanzable “como una virgen mitológica” recordó que se había dicho al despertar. Daba vueltas alrededor de la plaza “como hacen las prostitutas” pensó durante el sueño (pero al despertar, sintió vergüenza de aquel pensamiento). Pero era inalcanzable. En el sueño, la había seguido; pero una fuerza extraña e invisible, le impedían llegar a ella. Estaba como protegida por dioses. Recordó que aquel sueño, le había proporcionado una gran angustia. Hasta se había despertado bañado en sudor (aunque también podía ser que la transpiración fuese producto del exceso de alcohol de la noche anterior). Lo cierto es que había amanecido en el suelo de su cuarto, semidesnudo y titiritando de angustia.
En algún momento de su existencia, se entretenía analizando sus sueños y tratando de buscarles una explicación. Pero luego había rehuido de semejantes actividades, creyéndolas vacías de sentido e inútiles. Por eso, en esta oportunidad, no pensó demasiado en el sueño. Solo registró esa angustia insoportable con la que se despertó y que lo acompañó durante casi toda aquella jornada. Y ahora, justo al partir, volvía a Gloria o más bien a su nítido recuerdo (porque él se había marchado en busca del superfluo lujo de la civilización pero jamás la había olvidado). Recordaba sus verdosas pupilas (a veces parecían grises pero eran verdes), vidriosas y transpiradas (quien sabe cuanto esfuerzo había empleado para retener lágrimas incontenibles), despidiéndolo desde el anden de la estación de Garay, una nostálgica tardecita de domingo. Y pensó que se habría quedado con su pequeña y delicada mano derecha bailando en el aire y con la izquierda disimulando las lágrimas que rodarían como ríos de sangre transparentes sobre sus mejillas redondas y blancas, mientras el tren se iba transformando en un pequeño punto en el inmenso y atardecido horizonte. Y después, la imaginó volviendo a su casa, ensimismada, andando por las calles de tierra del pueblito, como queriendo arrancarse un dolor inquebrantable. Se sentía culpable: ¿Por qué hacer llorar tanto a alguien por nada? Pero lo consolaba la idea de saber que no era digno del amor de aquella muchacha extraordinaria.
Después, habían sobrevenido horas de viaje, verdes praderas que se teñían de otoño, que se volvieron pueblitos, y después pueblos y por fin (aunque quien sabe si por fin) ciudades. Inmensas ciudades rellenas con pedazos de casi infinitas existencias que parecían como unidas a presión. Ahora, cuando aquella tarde era algo confuso, perdido en el tiempo, pensaba en aquellos sueños que lo habían impulsado a viajar a esa gran orbe. “Sueños de grandeza” pensó irónicamente, mientras una mosca detuvo su vuelo en el picaporte de la puerta amarilla. Y recordaba el severo rostro de su padre, confusamente dibujado tras el blando humo de su cigarrillo, aconsejándolo (pero más que un consejo aquello era una orden) a que siguiera la carrera de derecho. Ese hombre rudo, con el cuerpo repleto de inviernos, quería proyectar sobre su hijo, aquellas cosas que él no había podido realizar. “Porque los tiempos han cambiado pibe- parecía todavía escucharlo- antes vos hacías la escuela y después a laburar. Yo empecé a trabajar a los once años en la chacra del finado tío Carlos y de ahí a la cosecha y después me fui al campo de un ricachón que se llamaba Armando. Don Armando Pereira, un hombre severo pero de un corazón noble”. Y seguía, contando las anécdotas de cuando agarró el camión, de que al principio había estado jodida la mano pero que después todo mejoró, se acomodó, compró dos camiones y, si bien no era millonario, tenían un buen pasar. Lo recordaba, chupando ansiosamente su largo cigarrillo blanco y bebiendo vino tinto, con sus ojos marrones claros escondidos detrás de una manada de arrugas y sus gruesos bigotes que lucían alguna que otra cana. Sabía perfectamente que la mayor virtud de ese hombre descendiente de tanos era la responsabilidad y el esmero en el trabajo y que su mayor vicio, las mujeres. Le guardaba cierto rencor por ciertas cosas que habían sucedido en un pasado no tan lejano; pero a veces pensaba que, feliz o desdichada, su madre nunca se había apartado de su lado.
Cerró la puerta; un chaparrón de nostalgia, como una nube espesa, pareció llover sobre su alma. Ahora que se iba, aquel mundo apático y deprimente, le parecía un lugar que resguardaba cierto agrado. Se dijo que quizá lo iba a extrañar cuando su vida estuviera en otra parte. Recordó el primer día que había llegado allí: era una tardecita, insoportablemente fría de julio. Había tenido que abandonar el anterior hábitat porque sus escasos ingresos no le impedían cumplir con la renta mensual. Era una modestísima pensión ubicada en el barrio de San Telmo. Aunque antes había ocupado un departamento, en recoleta, que alquilaba junto a dos compañeros de la universidad y luego se había mudado con otro camarada a un departamento más modesto, ubicado en Parque de los Patricios, a cinco cuadras de la cancha de Huracán. Pero eso era cuando su padre aun le pasaba dinero. Porque después, cuando decidió abandonar los estudios universitarios de Derecho, su padre le suspendió la renta y debió salir a trabajar.
Aquella tardecita de julio, luego de mucho deambular, llegó a ese hotel alojamiento, ubicado en la calle Paso. Once le resultó un lugar desagradable pero barato. Un viejo gordo y antipático, lo recibió en el umbral de una puerta viejísima de chapa y de vidrios rasgados. Parecía un lugar sucio e inseguro. Pero pensó que no tenía otra alternativa: o dormir en Plaza Miserere entre prostitutas, borrachos, delincuentes y travestis, o alquilar un cuartito allí. Al final, se había quedado casi un año en aquel antro y no había sido del todo infeliz.
Mientras se dirigía a la escalera (el ascensor, rara vez andaba en aquel hotelucho desesperante; pero cuando funcionaba, era recomendable evitarlo), volvió a pensar en Gloria y en aquel adiós desesperado. Otra vez, la recordó entre lágrimas y sus lágrimas parecieron mojarle el alma. No recordaba si la había imaginado o la había soñado, durante aquel viaje a Buenos Aires (auque tenía la sensación de no haber podido dormir), devuelta en su casa, con los ojos rojos de angustia, llorando como una niña indefensa en el regazo de su madre. Y aquella mujer, en medio de la ingenuidad y la urgencia, le habría dicho que volvería pronto. Pero, pese a que volvió, no fue para encastrarle el rostro de caricias y maquillarle las mejillas con besos eternos. No; nada de eso aconteció.
Aquella tarde, se le mezclaba una serie de recuerdos que parecían pertenecer a un mismo bloque: el rostro de satisfacción de su padre (“porque mi hijo se va a estudiar abogacía”), la sonrisa tibia de su madre que rondaba entre la dicha de saber que su hijo realizaría lo que “ellos no habían podido” y la tristeza de saber que no lo vería por mucho tiempo, la cancha de fútbol del único club del pueblo repleta de gente (“porque Club Social y Deportivo Garay jugaba, en una histórica actuación, la final de la liga regional”), las lágrimas de Gloria que comenzaron en un banco de la plaza, el tren que salió con media hora de retrazo y el principio de lo desconocido. Eran recuerdos sueltos pero nítidamente asociados en su alma. Luego supo que el club perdió la final y que, en poco tiempo, la satisfacción de sus padres se transformó en furiosa resignación. Y quizá gloria lo había dejado de llorar…y tal vez lo había olvidado quien sabe. “Tantas cosas pueden pasar en cinco años- pensaba mientras bajaba los dos pisos del hotel por la escalera- quizá ella ni recuerde mi rostro o hay otro hombre en su vida que la debe hacer menos infeliz que yo”.
Cuando llegó a la planta baja, el hombre gordo que lo había recibido aquella tardecita de julio que antes hemos evocado, dormitaba detrás del pequeño mostrador que servía de recepción en el hotel. Tenía una boina basca blanca que cubría su cráneo semicalvo y sus manos cruzadas sobre su pecho. Sobre el cenicero, un cigarrillo a medio fumar, largaba un fino hilito gris de humo que se esparcía sobre el techo, formando una suerte de nube espesa. Un velador era la única luz artificial que había encendida y una débil claridad, la propia del amanecer, se filtraba por los vidrios de la puerta que daban a la calle.
El muchacho, hizo sonar bruscamente el timbre, mientras apoyaba sus codos sobre el mostrador. El viejo se despertó sobresaltado y se acomodó nerviosamente, como quien siente vergüenza de algún acto consumado. Nuestro personaje, se rió por dentro. Le divertía mucho ver como le molestaba a aquel sujeto ser pescado “en offside”.
- Se va amigo? – le preguntó el viejo, como quien hace una interrogación cuya respuesta ya sabe.
- Si Don Aurelio- respondió el muchacho- ¿No le avisó Juan Carlos?- (Juan Carlos era el encargado del hotel durante el día).
- Si sabía. Pero se va definitivo o va a volver?
- Creo que definitivo. Me voy para mi pueblito natal.
- Ah mire usted. Se va a trabajar allí?
- Creo que sí- respondió el muchacho de mala gana (le incomodaba aquel inevitable interrogatorio).
- Pueda ser que tenga suerte.
Sacó debajo del mostrador, un cuaderno de tapa verde. Lo abrió, mientras encendía un cigarrillo y lo dejaba sobre el cenicero junto al anterior que estaba semiapagado, despidiendo un olor insoportable.
- No le doy muchas pitadas- se excusó- pero eso me mantiene despierto. No sabe lo que es aguantar toda la noche acá sin pegar un ojo!
El muchacho volvió a sonreírse para sí. Es que cada vez que lo veía, estaba durmiendo apachurradamente detrás del mostrador.
- A ver…usted es…
- Ariel Stratacci.
- Ah si, acá está. Debe bastante!
- Si, tres meses. Quería saber si habría posibilidades de que le pague todo el mes que viene.
- Pero nosotros no fiamos. Además, usted se va lejos. Cómo va a hacer para traer la guitarra?
- Viajo o se la mando.
- No, no. No puedo, me compromete. Si quiere, déjeme algún objeto personal y cuando usted paga se lo devuelvo.
El muchacho vaciló. “Objeto personal-pensó irónicamente- si este viejo viera mi bolso, me mandaría arrestar”. Después, pensó que podría conseguir algún dinero de algún conocido, ya vería.
- Bueno- se dijo- veré que hago. Le dejo el bolso y voy a tratar de conseguir la plata. Cuánto es?- y se asomo al mostrador para mirar el cuaderno aun abierto.
- Bueno, yo no voy a estar pero le aviso al muchacho que está durante el día.
Guardo detrás del mostrador el bolso y buscó la llave para abrir la puerta de calle. Mientras salía detrás del mostrador, besó el banderín de San Lorenzo de Almagro mientras ronroneaba que “este año salimo campeones”.
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