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De los ocho perros, seis estaban finamente cuadriculados unos contra otros, mientras que los dos restantes se agolpaban en sus nucas como calamidades, le mantenían el rostro fijo al suelo (incluso simplemente le fijaban la vista a las exiguas palabras que se pueden mantener en armonía con el desespero). En sus cánones de madera se erguían también unas cuantas bancas, apostadas detrás del vació monumental del cual se componía el podio de los acusados. En su bisectriz de piedra, cerca de las arrugas que se le formaban debajo del arco de las cejas, se podía sentir todavía un sesgo de humanidad.
Sus manos, esas manos engrilladas al pecho, solamente se movieron directo al micrófono para poder acercarlo a su boca y decir su nombre, letra por letra el ministro de fe rasgaba un teclado con sus preatenciones de imparcialidad. Tensa, sofocante la sala prontamente se llenare de suspiros agónicos y miradas furtivas que iban a chocar directamente a los emisarios de la palabra, esos heraldos e inertes muppets que canturreaban (junto con gonzo obviamente) algún motivo por el cual deberían dejarlos adentro {solo por un momento ruego que tu piel se quede dentro de nuestras manos}.
Y , en una guerra simbiótica se nos colaban los segundos entre los discursos monumentales y los tropezones fatídicos tanto de defensores como fiscales, se hacia completamente toxico ese silencio encubierto, esa necesidad de gritarle al gordito de los cristales para luego salir corriendo de la mano con nuestra prenda pasando aun encima de aquellos canes voraces (hora tras hora, día tras minuto te siento sentado en la misma banqueta abriendo el tarro de conservas para comer, ¿es que a caso hasta para eso debías ser tan exagerado?).
Vos en of, veredicto en contra, jirones de helio nos hacían flotar contra una corona de espinas, (sáquenlos rápido), arpías gritando mientras nuestras fuentes se doblaban pesadas en sus vapores de magdalenas, una letanía salió a esparcir su rigor sobre las placas de los gendarmes (estoy seguro de haber alcanzado a sentir su rabo rozando mis labios), gritos de silencio nos acordonaban la garganta mientras nuestro rostro ajedrezado nos hacia jaque en la cordura, solo unos minutos faltaron para sentenciar un adiós (casi permanente, no te das cuenta pequeño que por tu insensatez estamos en un “casi permanente”), las consignas de siempre, los alborotadores de siempre y ese seudo acompañamiento que no te deja siquiera sobrellevar al dolor ( se pegaban como ramas carcomidas por el moho sus lucidos actos de revolución, se nos enredaban a la densa masa que teníamos por lengua mientras nos dejaban llorando como cachorros asustados).
Váyanse todos de una maldita vez! (grito la madre, sorda del vació que le rodeaba en sus entrañas), sus hermanos distantes se diluían con ella en una pequeña corriente que no superaba el flujo de una llave de agua, pero lo suficientemente dolida como para poner en el tope ese instante de amargura. Luego de bajar los siete pisos, mientras abandonábamos de espaldas la corte, alguien piso un cigarrillo prácticamente entero.
Con las carretillas totalmente pegadas, al bajar del auto ya luego de recorrer media ciudad, solo el umbrío gesto de una amapola cancerigena raspando la garganta atrae consigo un segundo de tranquilidad (así es como se corrompe rápidamente ese maldito juramento de “no fumare mas”).

Texto agregado el 12-11-2009, y leído por 105 visitantes. (0 votos)


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