ERNESTO.
Ernesto era exactamente la antítesis del hombre exitoso. Su nariz aguileña y puntuda, sus negros ojos saltones y enormes, sus labios exageradamente grandes, sus cabellos azabaches y tumultuosos, y su desforme cabeza eran alguna de las causas que desencadenaban dicho fenómeno. Si a ellos se le suma la tartamudez que acompañaba el timbre de su voz, ese desagradable tic nervioso que cerraba sus ojos mecánicamente, la notable joroba que habitaba en su espalda y la delgadez rayana en la enfermedad que lucía su metro sesenta y algo de estatura, la cuestión queda totalmente dilucidada. ¡Daba realmente pena verlo deambular, solitario y taciturno, con su silueta tímida y antiestética, por lugares que solían evitarse! Casi nadie trataba con él; y si algún muchacho lo hacía era para burlarse de sus no privilegiados dotes naturales. Recuerdo que era el blanco perfecto de nuestras bromas adolescentes que oscilaban entre dejar el rostro de Ernesto enrojecido de vergüenza ante la doncella más deliciosa del secundario hasta hacer un acto de cierta gravedad y acusarlo de que él había cometido tamaña vileza.
Recuerdo en particular dos episodios que describen con acabada perfección la relación que guardaba Ernesto con el resto de los muchachos. Era el día de la primavera. Las chicas parecían florecidas de belleza. ¡Qué magia singular tiene la primavera que tiñe misteriosamente de delicia sus rostros y sus cuerpos! En ese tiempo estábamos. En nuestro curso, había muchas chicas bellas. ¡Pero como Bernardita ninguna! Que ojos acaramelados y dulces como el primer beso de nuestra vida; que cabellos castaños y oscuros que, lacios, caían sobre sus hombros delicados y armónicos; que perfección la de su boca de labios apenas carnosos; y que estatura perfecta digna de la heredera del trono más importante del universo! Todos los muchachos amábamos su rostro angelical y hubiéramos corrido hasta la luna a cambio de algunos segundos de sus caros besos.
Precisamente con esta princesa codiciada, gastamos a Ernesto una de nuestras bromas más espesas. Aquel día, la escuela organizaba una suerte de picnic en honor del día del estudiante. La noche anterior, nos juntamos en la casa de uno de los muchachos y redactamos una carta con un alto contenido obsceno. La misiva tenía como destino a Bernardita y como emisor al pobre Ernesto. La habíamos pasado en computadora para que no sospeche la destinataria. Una de las chicas, que por entonces mantenía un romance adolescente con uno de los integrantes del grupo, sería la encargada de entregar el pequeño escrito a la destinataria. En realidad, debía decir que se la había encontrado en la carpeta, para que se supusiese que Ernesto no había querido que la misma llegue a destino.
Recuerdo todo aquello con perfección. Bernardita, bella como un poema pero enfurecida como una guerra, comenzó a insultar a Ernesto con la finura del vocabulario que la caracterizaba. Nosotros casi no podíamos contener nuestras risas. ¡Qué cinismo Dios mío! Y el pobre de Ernesto se quedaba callado, embadurnado de rojez el rostro y envuelto en su timidez. Y cuando tomo conciencia de lo que sucedía, quiso hacer una tibia defensa; pero su tartamudez y nuestras repugnantes y condenables carcajadas se lo impidieron. Y se fue sin comprender del todo lo que sucedía. Lo vimos alejarse triste y solo...como siempre. Y nosotros, muchachos sin corazón, seguimos nuestros entretenimientos como si nada hubiera sucedido.
La otra broma, la hicimos en la escuela. Había en la institución un hombre cuarentón que en su tiempo había sido el profesor de química. Por entonces, lo habían elegido director del colegio. Era un hombre hosco, amarrete en palabras, autoritario en demasía y rígido para imponer disciplina. Aquel hombre, que todos aborrecíamos, había sido designado, en aquel momento, director de la institución. Y como lo detestábamos, quisimos manifestar nuestro descontento hacia su persona cometiendo un ilícito. Primero, planeamos rayarle la chapa del auto con una moneda. Pero dado el alto riesgo de la misión, desistimos de dicho acto y lo truncamos por una pintada en el baño. Para esto, fueron elegidos los seis muchachos más indisciplinados del colegio. Dos harían de campana en la puerta del baño. Los cuatro restantes, inundarían las paredes del recinto, con freses de agravio hacia la persona del director. ¡Todo el colegio leyó aquellas atrevidas palabras! ¡Y también el agraviado! Muchos días llevó borrar aquello. El baño tuvo que ser pintado.
El director, fiel a su estilo, dijo que no cesaría de investigar hasta encontrar a él o los culpables. Varios días ejerció distintas clases de presión hacia el alumnado para que confesara el culpable. Hasta que un día, enfurecido, nos junto en el patio del colegio a la salida de las clases y nos prometió que nadie se iría hasta que no existiera la ansiada confesión. Los cómplices nos miramos. Todos parecían convenir que era hora de sacar a luz la verdad. Pero en aquel instante, no se por que impulso y anticipándome a todos, me puse de pie y dije señalándolo a Ernesto:
- El fue. Lo sé.
Él quiso defenderse. Pero detrás de mí salieron todos los autores del hecho a atacarlo:
- Sí- dijeron a coro mientras lo señalaban- ¡Fue él!
- Yo intenté persuadirlo- continué- pero él no oía razones. Seguía pintando con furia.
No hubo tiempo para defensas ¡Éramos demasiados los que lo acusábamos! No se que habrán hablado en el despacho del director. Solo conozco el veredicto: veinticuatro amonestaciones para Ernesto (quedó a una de la expulsión). Si cometía alguna pequeña cosilla, sería marginado del colegio.
Aquella noche no pude dormir. No podía creer lo que había hecho ¡Me sentía sucio, como un criminal! Fue como un calvario aquella noche de insomnio, repleta de pensamientos. Al otro día falté al colegio. Igualmente, nunca me retracté.
Hasta fin de año, no le hicimos ninguna otra broma de ese estilo. Yo creía que por compasión. Pero con el tiempo llegué a pensar que lo hacíamos porque no nos convenía que se vaya Ernesto. ¿A quién íbamos a molestar con nuestros desdeñables actos?
Cuando los quince años hubieron cabido en su cuerpo, comenzó a frecuentar los bailes de los sábados a la noche. Pero pronto huyó despavorido de aquel ambiente hostil. Es que sus noches eran más tristes y nostálgicas que el final de un drama romántico. Las doncellas del baile, jamás aceptaban bailar con él. Si a esto se le suma que a él no le gustaba beber, podrá el lector de está crónica imaginar lo aburrida que resultaban sus noches milongueras. Acabó por desistir a la idea de asistir a esos lugares ocres.
Su suerte con las mujeres fue siempre nefasta. Al principio, ellas, fieles a su instinto maternal, se acercaban a él, un poco por compasión y otro poco por saber que podrían dominarlo a gusto. Pero al poco tiempo, huían a los brazos de un galán más prestigioso. Creo que en la intimidad, cuando hablaban de nosotros y de otros chicos, se reían de la tartamuda voz de Ernesto, y de su nariz y joroba aparatosa. Y terminaba siempre solo, con miedo y cansado, como un enfermo ante su enfermedad terminal. ¡Se debía decir, para sus fueros internos, que su vida siempre sería así, repleta de nadas y sin amores! ¡Pobre Ernesto, que lástima me causa pensar en él!
No tenía mayor suerte en su casa. En realidad, todos nos burlábamos de su poca envidiable familia. Su padre, además de un experto tomador de vino en caja, era un albañil que muy de vez en cuando conseguía alguna changa. Era desprolijo y lento para trabajar. Por eso, muchos desistían de conseguir sus servicios. Y si de tanto en tanto era contratado, se debía a lo bajo que resultaban sus honorarios. Su madre era una mujer con una pésima refutación en nuestro pueblo. Casi nunca estaba en casa y solía entregarse con facilidad a los brazos de maridos ajenos. Por esta razón, Ernesto, había sido criado por su abuela, una viejita que sufría de reuma y que casi no veía.
Sus dos hermanas, habían seguido el errado y vagabundo sendero de su madre. La mayor, Marta, había tenido que partir a Buenos Aires, luego de un escándalo que conmocionó al pueblo. Pero esto no es parte de este relato. La otra hermana, era famosa por lo fácil que era convencerla de que lo dejaran a uno dormir junto a ella. Se llamaba Gladis y debo reconocer que no era muy linda.
Además, su familia era muy humilde y de escasos recursos económicos. Esto colocaba a Ernesto en una no cómoda posición social.
Nosotros siempre molestábamos a Ernesto con toda esta cuestión. Nos reíamos a más no poder del alcoholismo de su padre y de los enredos amorosos de sus hermanas y de su madre. Él solía ofuscarse mucho. Pero su timidez y nuestro despiadado cinismo le impedían reaccionar.
En una única oportunidad, existió de parte de Ernesto una reacción violenta. Recuerdo que se había quedado en el aula de la escuela repasando una lección que debíamos rendir en la hora siguiente. Entonces, entraron los tres chicos del curso que mas se divertían burlándose de Ernesto. Comenzaron a molestarlo, impidiéndole que siguiera estudiando. Cuando ya no pudo soportar más el asedio, Ernesto, tiró un manotazo con una trincheta y le rompió el gamulán a uno de los molestos compañeros. Entonces, el perjudicado, reaccionó diciendo que lo había heredado de su abuelo. Lo denunció con el rector de la escuela y nuestro pobre personaje fue multado con diez amonestaciones.
Para completar este injusto cuadro, los tres alumnos que lo habían estado molestando, le prometieron que después arreglarían las cosas. A la salida del colegio, lo esperaron y le propinaron una paliza entre los tres ¡Qué cobardes! ¡No le bastaba todo lo sucedido!
Tampoco era hábil en la práctica de nuestro deporte favorito, es decir, el fútbol. Nosotros jugábamos en una cancha que habíamos diseñado en un baldío. Ernesto siempre venía. Se ve que le gustaba jugar. Pero cuando elegíamos los equipos, a través del popular pan y queso, siempre quedaba para lo último. Una vez que se elegían todos, se le designaba el lugar a él por descarte. Desde luego, siempre iba al arco, ese puesto tan desprestigiado en el potrero. Excepto cuando era compañero de nuestro arquero oficial, el pato Gonzáles.
Los finales de los partidos eran siempre igual: el arco defendido con esmero pero sin éxito por Ernesto repleto de goles, los compañeros de éste humillándolo y los adversarios descostillados de risa. Y sin embargo, a diferencia de lo que sucedía con el baile, siempre volvía a jugar. Quizá por honor...o porque le gustaba demasiado; lo cierto es que siempre regresaba para ocupar la baya más vencida del partido.
Pero hubo un día en que Ernesto pudo pasar a ser el héroe del día. Disputábamos un pequeño campeonato intercolegial. Nuestro pueblo poseía dos colegios secundarios y un nocturno. Pero cada escuela presentaba más de un equipo. La suerte de nuestra institución siempre era nefasta. El campeonato intercolegial siempre lo definían los equipos del otro colegio.
Aquel año, misteriosamente, habíamos llegado a la última fecha en la cima de la tabla. Con un empate, nos consagrábamos campeones. Había mucha expectativa, aunque todos daban como favorito a nuestros adversarios ¡Realmente eran mejores! Todos pronosticaban una goleada. Pero la verdad es que el partido fue muy parejo y llegamos al final del encuentro un gol abajo pero con un penal a nuestro favor. Luego de la ejecución del mismo, el partido finalizaba.
Ernesto, formaba parte de nuestro plantel. Desde luego que no había jugado ni un minuto. Lo había anotado nuestro director técnico por lástima. Y en el último encuentro, lo puso para que jugara algunos minutos. La verdad no tuvo incidencia en el juego.
Aquel penal significaba nuestra gloria o nuestro fracaso. Así lo sentíamos todos. Era la oportunidad de terminar con tantas derrotas acumuladas. Una espesa adrenalina, parecía rodar por nuestras venas. Todos queríamos patear aquel penal histórico. Pero, a la vez, nadie se animaba a hacerlo.
Cuando el capitán del equipo se acercó al banco de suplentes, el director técnico le preguntó si quería patear el penal, ya que él era el encargado de hacerlo. Pero recibió como respuesta una nube de dudas. Uno a uno, todos expresamos nuestro miedo de ejecutar el disparo. Hasta que yo, dirigiéndome a Ernesto, le dije:
- Patealo vos.
Todos me miraron extrañados. Ernesto no respondió. Silenciosamente, nos dio la espalda y se dirigió hacía el punto penal. Sabe Dios lo que habrá mascullado en su alma helada, mientras se acercaba hasta el área. Habrá soñado con otra vida cuando convirtiera aquel penal. Aquella tarde, cuando el sol cayera, como una espesa túnica pintando de negro la ciudad, todos hablarían de él. Se diría que el héroe de aquel épico título era “Ernesto”. Entonces, quizá los chicos, se guardarían de hacerle algunas bromas y sería él quien redactaría verbalmente sus hazañas. Y las chicas se disputarían su compañía, mientras él, victorioso desde la cima del éxito, saldaría deudas con la adversidad.
Todo duró algunos segundos. Ernesto acomodó la pelota y caminó unos pasos hacia atrás. Creo que lo vi hacer la señal de la cruz. Luego observó con detenimiento al arquero y esperó la ansiada orden del árbitro. En sus ojos, debió haber miedo y esperanza, como dos enemigos que se disputan un mismo territorio. Si acertaba, si vida sería mucho menos triste. Pero si fallaba todo sería peor que hasta entonces.
Por fin sonó el pitazo del réferi. Un ruido silencioso, como el de una iglesia a las tres de la tarde, envolvió la cancha entera. Todas las miradas, se posaron en la tímida figura de Ernesto. ¡El parecía orgulloso, como la reina de un carnaval! Todos le habían aconsejado que le pegara fuerte (“lo más que puedas” le habría dicho el director técnico). Y se perfiló como para matar al arquero. Sus manos estuvieron unos segundos ajustadas a su cintura. Cuando escucho la orden, salió como una munición hacia la pelota. Alguien dijo: “es gol”. Todos estábamos expectantes.
Pero cuando Ernesto iba a ejecutar el remate, su pie derecho mordió el suelo y su disparo fue más débil que un insecto en una tarde calurosa de verano. El arquero adversario no tuvo inconveniente en atrapar el disparo y nuestros rivales se consagraron campeones. Por su parte, Ernesto, volvió a ser el centro de nuestros malignos entretenimientos.
La existencia de Ernesto era monótona y triste, como la letra de un tango dicha con voz ronca y lamida de bandoleones enfermos de nostalgias. Pasaba las horas en soledad, tratando de arrancarle una milagrosa sonrisa a su esquivo destino. Se diría que una maldición divina, pesaba sobre su vida.
Una vez, cuando sus días eran adolescentes, el pobre Ernesto, pudo dejar posar sus tristes penurias en los brazos cariñosos de una doncella. En realidad, no era una mujer que descollara por su belleza física. Se diría más bien que era todo lo contrario. Era de cabellos oscuros y grasosos, poseía negros ojos achinados y su cuerpo era enorme y con escasa forma. Sucedía que ella también caía en el blanco de nuestras despiadadas burlas. Parecían ambos seres, introvertidos y marginales, haber sido hechos el uno para el otro. ¡Si vieras, querido lector, las interminables cartas de amor que Ernesto redactó en honor de su amada! ¡Eran párrafos repletos de frases sencillas pero que enternecían hasta el corazón más necio! Y ella respondía con misivas embadurnadas de cariño.
El nombre de la chica era claudia. Llenaron sus vidas de tranquilidad y amor. Ernesto, parecía el muchacho más feliz del mundo. Cada vez que su amada cruzaba el umbral del salón donde estudiábamos, los ojos se le llenaban de brillo y un júbilo inocultable bañaba las facciones de su rostro. Y después, cuando nuestras horas de estudiantes eran reemplazadas por las de callejeros, veíamos a los enamorados perderse en la plaza, en las siestas calladas y solitarias, para rendirle culto a su amor apasionado, como un ritual sagrado que ha de realizarse.
Nosotros solíamos reírnos de ambos. No entendíamos como nuestro compañero podía besar a esa mujer gorda y fea.
Pero pronto descubrimos que la felicidad de Ernesto nos molestaba. Entonces, decidimos devolver al muchacho a su mundo. Yo fui el encargado de ejecutar ese plan malvado. He de reconocer que no soy lindo físicamente. Pero siempre tuve un éxito relativo con las mujeres. Tal vez eso allá pesado en la elección. Aunque conseguir el amor de una mujer como Claudia, era solo cuestión de promesas idealistas y de frases tiernas.
Aquel fue uno de los actos que más me avergüenzo de haber realizado. Lo hice para ganarme el respeto y la admiración de mis pares. Si yo era capaz de semejante cinismo y atrevimiento, todos me tomarían por muy listo. Si lector querido: acepto tu indignación. ¡Fui un cobarde! Robé el único tesoro que podría haber enriquecido la pobre existencia de Ernesto. Seduje y conquisté a claudia, para abandonarla tiempo después.
Pero Ernesto ya no quiso…o no pudo regresar a su lado. Ambos se quedaron solos.
Pero pese a todos estos pormenores, había una disciplina en la que Ernesto descollaba: era entre nosotros el mejor jugador de metegol. Y no solo entre nosotros: no he conocido nadie que juegue mejor que él. En este juego, no existía uno que pudiera superarlo. Tanto en la ofensiva como en la defensiva, era invencible. Tan hábil era que, pese a haber probado distintas alternativas, nunca habíamos podido vencerlo. En efecto: habíamos intentado batir su invicto desde haciéndolo competir con el peor jugador como compañero de equipo hasta con un compañero que fuese a menos. Pero no hubo caso. ¡Si hasta cuando jugaba él solo contra dos de nosotros salía victorioso!
Y ahí parecía que el pobre muchacho estaba en el paraíso. ¡Disfrutaba tanto cada partido! Sus ojos brillaban, como dos estrellas en medio de la noche, y su rostro dejaba emerger una sonrisa cómplice que era como una flor en medio del desierto.
Pero una vez tuvimos la oportunidad única de arrancarle el célebre invicto. Recuerdo que, como era nuestra costumbre, habíamos organizado un campeonato en el kiosco del gallego. Y como habitualmente sucedía, no le habíamos avisado a Ernesto. Pero el grandioso jugador siempre se las ingeniaba para enterarse y concurrir a la cita y humillarnos con sus goleadas.
Aquella tarde, la rutina se sucedió casi mecánicamente. A eso de las tres de la tarde, cuando la siesta entraba en estado crítico, nos comenzamos a juntar. Casi todos llegaron puntuales. Ernesto, llegó tres y cinco. Hubo desconcierto entre los muchachos porque había esperanza de que no concurriese (¡siempre hay esperanza de algo!). Si hasta alguien dejó escapar un “este infeliz siempre se entera”. En total, juntamos ocho parejas más Ernesto. Y como éste no tenía compañero, lo hicimos jugar con el hijo menor del gallego, que tenía apenas nueve años.
Nosotros éramos originales en la organización del campeonato. Hacíamos una primera ronda clasificatoria, donde todas las parejas se enfrentaban entre sí, para luego enfrentar en una ronde semifinal y final a las mejores cuatro parejas de dicha primera ronda.
Aquel día, comenzamos la ronda clasificatoria a las tres y algo y la concluimos cuatro y cuarto. Usamos los dos metegoles del kiosco (el tercero llegó cuando nuestro tiempo del metegol había pasado a mejor vida).
Yo jugaba con el ruso, uno de mis amigos más leales e íntimos. En verdad, no éramos grandes jugadores de metegol (creo que nunca nos consagramos campeones). Pero nos defendíamos con relativo éxito. De hecho, era común que disputáramos la rueda semifinal, donde por lo general nos eliminaba Ernesto pues casi siempre salíamos cuartos y él siempre primero.
Durante la ronda clasificatoria, nos disputamos el privilegiado lugar a semifinales con otras dos parejas. Todo fue parejo hasta la última fecha, en la que batimos ajustadamente cuatro a tres a una de las parejas adversaria, al tiempo que la otra era destrozada por Ernesto por siete a cero. De este modo, nos aseguramos un lugar en la ronda final. Por su parte, Ernesto, ganó invicto la rueda clasificatoria, goleando todos los partidos y sin recibir goles en mucho de ellos.
Debimos disputar con Ernesto, el partido de semifinal. En realidad, siempre que jugaba contra él, me sucedía lo mismo. Empezaba el partido, dada la idealidad de la adolescencia, etapa en que todo nos parece realizable (desde el beso de una mujer admirada hasta el gol de Maradona a los ingleses), con la esperanza de poder salir victorioso del duelo. Pero la misma se desvanecía rápidamente, producto de una insufrible seguidilla de goles del contrario.
Aquella jornada, fue distinta. Yo manejaba el arquero y los defensores y el ruso el mediocampo y los delanteros. Sin darnos cuenta, nos pusimos cuatro a cero en el marcador. Y, cuando parecía que nos quedaríamos con el partido y le sacaríamos el invicto a Ernesto, él, paso a jugar en la defensa y convirtió dos goles con los defensores y uno con el arquero (que vale doble) y puso las cosas iguales.
Debimos disputar una nueva ficha. En la misma, volvimos a estar en ventaja pero tres a cero. Luego, hubo una reacción de Ernesto, que puso el partido tres a dos. Pero una certera definición del ruso, ayudado por un chico que molesto a Ernesto mientras éste defendía su arco, nos puso otra vez a un paso de la gloria. Pero otra vez un sutil gol de arquero puso el partido igual y estiró la expectativa.
Aquella ficha, fue más pareja. Fuimos gol a gol hasta que llegamos a la definición tres iguales. Ernesto había pasado a jugar adelante y tenía un ataque para definir el partido. Nadie dudaba que lo hiciera, destrozando nuestra ilusión. Un silencio expectante, se clavo en el cuerpo de todos. De vez en cuando, algún automóvil que pasaba delante del kiosco, parecía querer alterar, sin éxito, la tensión. Ni siquiera una chica de falda muy corta que fue a comprar algo al kiosco, logro romper el suspenso.
Pero Ernesto falló. No pudo definir con fuerza y yo saqué la pelota hacia el costado. La bola quedó entre un defensor mío y el arquero. Presentí que habíamos ganado el partido y comencé a disfrutar del histórico éxito. ¡Cómo se reirían los muchachos del experto jugador de metegol! ¡Dejar el invicto contra mediocres adversarios como éramos nosotros! Solo restaba una cosa para ganar: que la bola pasara la línea de los jugadores manejados por Ernesto. Cosa difícil pero no imposible. Después, todo sería fácil porque el hijo del gallego era un pésimo jugador.
El suspenso parecía crecer a velocidad vertiginosa. Yo estaba tranquilo. El ruso me clavó en los ojos una mirada cómplice. ¡Por fin se terminaría aquello! ¡Y seríamos los héroes!
Pero entonces cometí uno de los actos que más secretamente he guardado, a lo largo de mi existencia. Simulé una pésima maniobra, donde uno de los defensores que yo manejaba se la pasaba mal al arquero, y me convertí un gol en contra, poniendo el partido cuatro a tres a favor de los adversarios y conduciéndolos a ellos al triunfo. Luego, alce la vista y vi que Ernesto, tímidamente, levantaba los brazos. Más allá, vi muchos rostros rebalsados de desilusión que me miraban sin llegar a comprender. Luego me alejé y me compré una botella de gaseosa, mientras Ernesto ganaba la final por seis a uno.
Me fui con el ruso, caminando hacia mi casa. Íbamos en silencio, como si ninguno se animase a hablar. La tarde se había nublado y el murmullo del pueblo se iba callando con lentitud. De pronto, el ruso, me preguntó:
- ¿Por qué lo hiciste?
Lo miré contrariado. Una angustia inexplicable, como una roca pesada, parecía presionarme el pecho. Estuve callado algunos minutos. Luego dije:
- ¡Toda la gloria y los éxitos son efímeros! ¡Valen mucho menos que la tibia sonrisa de un ser desdichado!
Seguimos caminando en silencio, hasta que nos separamos en su casa.
Nunca más hablamos de aquello. Ernesto no perdió nunca, con nosotros, un partido de metegol. Pero siguió siendo desdichado ¡Sabe Dios cuanto! Yo nunca pude arrepentirme de aquel acto. Y aun hoy lo recuerdo como una de las gestas más heroicas de mi mediocre existencia.
Buenos Aires, 28 de Diciembre del 2005.
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