Le vi visitarla día tras día, ella sentada en una silla de ruedas, con el pelo revuelto, en camisón ya ni siquiera la vestían. No merecía la pena. Tenía la mirada perdida desde hace más de cinco años, ya ni siquiera articulaba palabra.

Cada día, en silencio, la sacaban al patio, para que le diera el sol como a un geranio, y al medio día la recogían para volverla sacar al patio al día siguiente.

Hacía mucho que no sonreía, hacía mucho que no recordaba a nadie. Hacia muchos días que estaba en ese umbral en que la vida es una bruma que no queda mucho para que se levante.

El en cambio venía a verla con su jazmín recién cortado en el ojal de su traje gris, su pañuelo blanco perfectamente doblado sobresaliendo del bolsillo y exquisitamente perfumado a un aroma de galán de un mundo en blanco y negro.

Se acercaba apoyandose en el bastón de avellano, se quitaba el sombrero para saludarla y luego la besaba la mano.

A veces se callaba y sólo la miraba como si el supiera que ella se daba cuenta. Otras veces le hablaba como si le estuviera escuchando.

Cuando sonaban las campanadas del medio días la daba un beso en la frente y se marchaba silbando como un joven enamorado.

Un día le pregunté sino sabía que eran absurdas sus visitas díarias, ya que ella en el estado de su enfermedad no se acoradaba de nada ni de nadie.

y el me miró como sorprendido:

- Se equivoca señorita, sino viniera sería yo el enfermo, sería yo el que hubiera olvidado que esa señora es mi mujer desde hace más de cincuenta años.

Sonrió se sentó junto a ella y le dió a oler el jazmín recién cortado del ojal......