Desnuda sobre la arena, brilla su piel al sol. Está cómoda. El calor le gusta, la adormece. Si no fuera porque pronto llegará la hora del almuerzo, podría pasar allí el día, alejada de todos, reina absoluta de esa playa. No la perturba el ruido, sabe de dónde viene: en la otra orilla, algunas personas. No la ven, mejor así, aunque no los conozca le desagradan, no es afecta a socializar.
No piensa, sólo disfruta del colchón de polvo de piedra, mullido y discreto. El sol está demasiado prepotente. Con lentitud, sensual como es, entra en el río. El agua parece mansa, pero está lejos de serlo, un remolino sorpresivo parece jugar con su cuerpo. Deja que la abrace la corriente, está tranquila y acostumbrada, no le importa; tampoco el grito, tantas veces escuchado y nunca comprendido, de quienes –como ahora- la ven mientras se deja llevar por el agua.
¡Yarará! ¡Yarará!
(Yarará, serpiente de gran porte, una de las más venenosas en Argentina)
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