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Cuando los vi sentí aprensión. Estaban sucios, vestían unas ropas estrafalarias y raídas, y sus cuerpos, apenas huesos recubiertos de piel, estaban llenos de heridas y ronchas. Lo que antes debió ser una pareja atractiva, o así quizá quiero imaginarlo, se habían transformado en un par de muertos vivientes de ojos hendidos y mirada perdida.

Como cualquier otro ciudadano de bien, me cambié de acera en cuanto los vi. Con ese simple gesto les demostré mi superioridad, yo soy una persona de bien, con familia, casa, coche y cuenta corriente, y ellos solo eran chusma, suciedad, desperdicio social. Por eso hice con ellos lo mismo que hago cuando encuentro una caca de perro en la acera, los esquivé y me alejé rápido para que no me llegara el mal olor.

La casualidad quiso que horas después los encontrara sentados en un portal justo en frente de mi balcón. No tenía nada importante que hacer aquel día, así que dediqué un par de horas a observarlos. Eso me hizo sentir bien. Desde la seguridad de mi sacrosanta casa podía mirarlos como si lo hiciera con monos en el zoo, con la posibilidad de espiar su comportamiento y sin peligro de que se me acercaran demasiado.

No pude oír lo que se decían pero veía perfectamente todos sus movimientos. Uno de ellos, el chico creo que fue, sacó varias cosas de una bolsa de plástico y las dispuso a su alrededor. Pude distinguir una botella de cerveza medio vacía, una lata de olivas y un trozo de pan. La chica entonces colocó un pañuelo de papel en la acera a modo de mantel y así fue organizando un improvisado picnic. Una vez estuvo todo colocado en su sitio, se sentaron uno enfrente del otro y empezaron a comer. Parecían extrañamente felices y charlaban animadamente mientras comían y bebían muy despacio, como queriendo alargar todo lo posible aquella frugal merienda. Comieron, bebieron, hablaron y rieron durante un buen rato, nada les importaba el mundo a su alrededor. De repente, un señor gordo apareció por la esquina y, unos pasos después, tiró una colilla al suelo, cuando la vio, la chica se levantó y cruzó la calle, la cogió del suelo, limpió la boquilla con la manga de su jersey y se la puso a su chico en los labios. El chico sonrió, mostrando los pocos dientes que le quedaban, se abrazaron y la besó tiernamente en los labios. Creo recordar que nunca me he sentido mas mezquino que aquel día, mezquino y desdichado.




Héctor Gomis

http://uncuentoalasemana.blogspot.com

Texto agregado el 09-11-2009, y leído por 66 visitantes. (1 voto)


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