Hoy se me perdió la Luna. La busque en el cielo con mis binoculares de cristal de cuarzo, que son los mejores del mercado, pero no la encontré. La busque con el telescopio de mi vecino, pensando que posiblemente se había escondido detrás de los planetas cercanos, o quizás se había camuflado con la luz que circunda las estrellas más brillantes, pero tampoco la encontré. Le pregunte a las nubes envolventes que suelen rodearla creyendo que sólo ellas tienen derecho a admirarla, pero no lo sabían. Le pregunte al viento, que es el más ágil portavoz de chismes del mundo, e igual no encontré respuesta. Salí entonces de mi casa a buscarla en las montañas donde suele acostarse cuando esta cansada, pero me perdí sin encontrarla. Ya perdido sin esperanzas de poderla encontrar seguí el camino de vuelta a casa. Caminé, caminé y caminé hasta que me cogió el sueño y caí profundamente dormido. Y fue allí en mis sueños donde la pude encontrar. Empeñé tanto tiempo y recorrí tantos caminos, sin saber que había desaparecido para esperarme en mis sueños, donde estaría sólo conmigo, donde quería que estuviésemos solos para poder susurrar el secreto que tenia para contarme, aquel que celosamente guardaba en la cara que no se ve desde la Tierra. Se acercó un poco, me miró y se acercó otro tanto, hasta llegar a mi oído, y comenzó a cantarme su secreto, pero su canto cada vez fue más tenue, hasta perderse en el silencio de un ruidoso amanecer. Porque el Sol, que me despertó con sus ráfagas de aurora, me miro receloso, como si sospechara de aquel encuentro furtivo que viví con la Luna.