Mis ojos se pierden
en la oscuridad azul.
Mis hojas vuelan.

Las llaves de la puerta
las perdí en tu ombligo,
se engancharon en tu hebilla,
nunca más entraré.
Me quedé en la calle.

Pensaré la solución a mi amar sin amor,
a mi paz guerrillera de barrio viejo,
de sillón tumbado.

Llenaré tus jarrones de flores marchitas,
para que no te sientas culpable
por verlas muertas.

Buscaré trabajo,
y compraré una llave
que abra otra puerta.
Pero,
no se hacer nada,
¿donde enseñan a trabajar?

Mil miradas que se inflaman juntas,
que divergen en ideas
que ahora no recuerdo,
y que creen ver paisajes nativos,
en mundos inventados.

Llevo dos noches entre dos cartones,
la vida se quedó en casa,
aquí afuera hace frío.

Mi sangre entra a las ocho,
de lunes a viernes,
y entre matorrales grises,
la veo subir la escalera de su clase
se llama Cristina como su madre,
tiene siete años.

Ahora bebo en un parque,
bebo en la playa,
bebo porque si no bebiera
no estaría en la calle,
entre cartones,
si no bebiera...
no estaría.

Veinte años tardó mi calma
en no buscar más.
En pensar que todos no caben,
en que la soledad es la misma
entre cartón que entre cemento.

Ahora tengo blanco el pelo,
y blanca el alma,
pues blanca es la bata
de la enfermera que me cuida
cuando recaen mis derrotas,
y me entran ganas de verla.
La primera vez que la vi,
me dijo que se llamaba Cristina,
como su madre.