Miedos.
Ese verano fue muy especial para Sofía. Sus padres le permitieron salir de vacaciones con unos tíos muy queridos y sus cuatro primos; primera vez que disfrutaba de sentirse independiente, sin sentir la fuerte mirada de su madre aprobando o no sus acciones. Ellos, sabían que su hija era responsable pero gustaban de saber que la muchacha estaba segura bajo su cuidado, sin embargo, esta vez le permitieron demostrar que merecía tal confianza.
Tan distinto era esta vez, siempre salía con sus padres a la playa. Le encantaba el mar, sentir ese aroma, sentir el ruido de las olas al reventar, los pájaros volando en procura de algún pez para comer, sentir el calor del sol en su piel; ahora tenía la oportunidad de conocer el campo.
Nacida en la ciudad, le era ajeno todo ese mundo y conocerlo con sus primos le entusiasmaba ya que se sentía una más en ese club de cuatro.
Fue grandioso para ella poder andar a caballo, ver las gallinas paseándose por su lado con sus pollitos detrás, despertarse por las mañanas con el aroma de la leña quemándose para cocinar la comida matinal, tener leche aún tibia, sacada de la misma vaca, no de bolsa ni caja. Esas largas caminatas en familia y con amigos lugareños, llegar al estero y disfrutar de una refrescante zambullida , jugar a encontrar semillas, recolectar frutos, esos paseos por la única plaza; lugar de encuentro de los habitantes del pueblo, caminar por sus calles empolvadas, el ruido de los cascos de los caballos, popular transporte de la zona, rompía el esquema el único ómnibus de la zona, que partía desde la glorieta a un pueblo un poco más grande, lugar con más comercio en donde se abastecían de los productos que no les daba la tierra. Por la tarde, ese mismo bus, regresaba con casi los mismos pasajeros de la mañana.
Era casi todo perfecto. Sólo extrañaba la energía eléctrica y no por oír música, sino porque cuando comenzaba a obscurecer, ya las casas comenzaban a alumbrarse por velas y como eso para las personas del lugar era normal, seguían su vida sin sentirse alterados en absoluto; igual continuaban con paseos nocturnos, a la luz de la luna, riendo, bromeando, en medio de otro ambiente de ruidos de grillos, ululares, a lo lejos sentir el aullar de perros, todo sonido acrecentado por el silencio que regala esa vida campesina.
Sentía la adrenalina por las noches, cuando comenzaban a contar historias típicas del lugar, contando por ejemplo, lo que le había pasado al vecino Ruperto la noche que salió a buscar a su cerdo que se le había extraviado durante el día. Decía el abuelo que el campesino esa noche de luna ensilló su caballo y partió en busca de la Rosadita, no podía dejarla por allí, estaba preñada y ya le quedaba muy poco para parir, así que tenía que recuperarla. En esa penumbra divisó a lo lejos la silueta de un jinete, sentía el relinchar del caballo y veía cómo se le movía el poncho con que el hombre se abrigaba. A medida que se acercaba, veía cómo los ojos de esa persona se tornaban rojos, sólo conseguía ver a la distancia su figura y ese par de destellos; su caballo comenzó a inquietarse y no quería avanzar, el lo golpeaba en las costillas con sus talones pero aún así el animal se negaba obedecer, comenzó a darle de latigazos hasta hacer sangrar su lomo. Todo era inútil; en ese momento comenzó a sentir los chillidos de su cerdita, sentía el sonido junto al galopar del caballo, que junto a su jinete se acercaba velozmente; pasó como un rayo por su lado. Caballo, jinete y en sus brazos, a su querida Rosadita quienes fueron perdiéndose en la obscuridad. Él estaba aterrado, sólo los siguió con la mirada y pudo notar que del jinete se asomaba una cola, por lo que estaba completamente seguro que el demonio le había arrebatado a su puerquita y sus futuros lechones. El caballo comenzó a caminar lentamente, resoplando, botando espuma por el esfuerzo que hacía al negarse avanzar, mas, al poco rato, retomó su camino como si nada hubiese ocurrido. El anciano lo contaba con tal lujo de detalles, que los muchachos casi no respiraban, absorbían cada palabra, sentían incluso presencias inmateriales en el ambiente. Cuando él hubo acabado, su esposa les relató lo que le había sucedido a la prima de la Mercedes cuando vivía en el fundo que estaba a unos cinco kilómetros de allí. La mujer vivía sola desde hace varios años y siempre hubo rumores que en esa casa había vivido un tío muy rico pero que al morir, su familia no había encontrado ni un miserable peso de su fortuna. Decían que el anciano, al saber de la codicia de sus parientes, había escondido el dinero, el que había juntado en monedas de oro. Nadie jamás lo había encontrado, pero esa prima siempre hablaba de que en las noches veía unas luces iluminar un lugar de la muralla de adobe del cuarto donde había muerto el tío. Ella siempre había sido buena con él, por lo que cuando desapareció, todo el pueblo supuso que había encontrado el tesoro y se había marchado para nunca más volver. Se decía que habían encontrado la muralla abajo, por lo que pensaban que el tío, después de muerto, quiso indicarle a su sobrina donde encontrar las monedas, por lo que ella al derribar la pared, seguramente entre la paja y la tierra del adobe, le apareció la fortuna y sabía que sus familiares la perseguirían para cobrarle parte como herencia.
Después de esos relatos, los chicos sentían cómo el corazón latía con cualquier ruido. Se sentían atemorizados pero ninguno reconocía sus miedos. Como era tarde, llegó la terrible hora de irse a acostar, primero había que ir a orinar, cosa que en el campo lo más común es ir a hacerlo en el acampado, o, más cómodo, en la letrina que estaba como a unos quinientos metros de la casa, lugar desagradable por ser baño de pozo, dando privacidad sólo un cuadrado de unos dos metros fabricado en madera, lugar pestilente, obscuro e inseguro. Sofía partió acompañada de su prima, ambas aterradas pensando en la posibilidad de ver al jinete que se había robado a la Rosadita. Regresaron muy rápido, con una vela iluminaron el cuarto mientras se desvestían; para que no estuviera tan obscuro, no cerraron completamente la puerta, así, la luna ayudaba con su resplandor. Al acostarse no les quedaba más remedio que soplar la llama y arroparse bien. La muchacha no conseguía dormir, todos los sonidos le llegaban con mayor intensidad, estaba muy inquieta. Sintió cómo su cama se hundía en un costado como si alguien se hubiera acomodado allí, ya no era capaz ni de hablarle a su prima; movió suavemente sus manos para descubrirse un poco la cara y a lo lejos, cerca de la entrada, vio unas lucecitas que se encendían y apagaban, el aire le faltaba. A los lejos sentía cascos de caballos, sintió unos chillidos (estaba segura que era la Rosadita). Estaba paralizada, fue la noche más larga de su vida, de vez en cuando, eso que sentía a sus pies le aplastaba las piernas. Lloraba muy bajito recordando a sus padres y pidiéndoles en silencio que fueran a buscarla.
Por fin comenzó a amanecer, las primeras luces del día comenzaron a iluminar el cuarto y por fin, ella pudo ver mejor. Desde la puerta entreabierta llegaba el destello del día, seguramente también el de la noche; a un par de metros, en la muralla, había un abrigo colgado, tenía botones dorados por lo que destellaba al contacto con la luz, vio al gato de la abuelita que se había acomodado a dormir calientito a sus pies y por último, notó que en el cuarto había una puerta suelta; las bisagras , oxidadas por la intemperie y el viento de la noche, provocaron ese ruido similar a los berrinches del animal.
El aroma de la leña ya se estaba sintiendo, la vaca mugía en el establo, los pollitos ya estaban piando detrás de su madre, un nuevo día había comenzado.
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