Raúl Mugardos es una persona que apetece tener al lado a esas horas en que una soleada mañana de domingo sigue siendo sábado noche mientras prudentemente te mantengas del lado de la puerta en que se encuentra tu mejor apoyo: la barra. Hay gente, como yo, a la que llegado el momento en que un vampiro sufriría un coma etílico si la escogiese de víctima, el ingenio la abandona por vergüenza ajena. Luego están los elegidos, aquellos como mi amigo Raúl, sabios surrealistas del amanecer que alcanzan las mayores cotas de inspiración sacroherética después del duodécimo Dyc con Seven Up.
Ayer mismo (léase hoy, pues he cruzado la puerta) pude disfrutar una vez más de su capacidad de sacar punta al lápiz. Por entonces, ya mi cerebro sólo aspiraba a enfocar la dicotomía de mis dos manos derechas que intentaban alcanzar el doble cubata frente a mí. Con voz solemne, me dijo:
—Esta es la última copa.
Poco lustrosa la frase, estaréis pensando. Yo, como no podía pensar, me limité a eructar una protesta. Entonces me pidió que contara el número de almas perdidas que, al igual que nosotros, se habían venido al regazo protector de la Madre Barra. Llegué a contar hasta veinte, pero un resquicio de coherencia me hizo deducir que, o habíamos ido a parar a una convención de gemelos, o debía dividir entre dos. Sin mucha seguridad contesté que diez, embargándome una plácida alegría al comprobar en la sonrisa cirrótica de mi amigo que había acertado.
—Bien —prosiguió—. ¿Y cómo se llama el camarero?
Esa era una respuesta más sencilla: imposible olvidarse del nombre del imponderable personaje que nos suministra lealmente la droga en sus dosis de treinta centilitros. Con una cara de bobo feliz, aseveré al instante:
—Suuuso.
Y entonces descubrió sus cartas:
—Pues ahí lo tienes. Jesucristo y los doce apóstoles: la Última Copa.
La verdad, amigos, podría seguir ahora con sus posteriores descripciones de cada uno de los apóstoles y mostraros así cuán grande es la sagacidad de Raúl Mugardos a esas horas en que no hay gallo que tenga la cresta tan bien puesta como para seguir cantando sin quedarse afónico, pero me acabo de dar cuenta de que su intelecto sutil sólo puede ser admirado cuando la única preocupación del oyente es decidir si ir al baño o dejar que la vejiga le explote por no abandonar el precario equilibrio de su culo sobre el taburete. Y es que cada orador tiene su público. |