Marilú
Primero el frío. El frío que entra por el agujero de la bala y se abalanza en estampida hasta los huesos. Luego hay que despedirse de ese cuerpo que no era tuyo aunque siempre lo hayas pensado. Una se va despidiendo de cada pedacito mediante los últimos jadeos entrecortados, como quien pasea por cada habitación vacía de su casa por última vez; hasta que el aliento se convierte en un ahogo y cada latido de tus órganos es un empujón hacia fuera, hacia ese afuera que no reconoces hasta que estás ahí. Luego la quietud, como si por momentos no fueras capaz de sentir nada: se va el contacto con sus brazos tibios y temblorosos, se va el ruido de balas, se va el olor seboso de los hombres y la pólvora recién quemada, se va el sabor metálico de tu propia sangre diluida en saliva. Es la nada por unos instantes. Y luego es el todo. Es despertar.
El soldado
Yo no quería terminar en esta situación, pero lo que se dice por ahí es verdad, uno no elige el destino que le toca. Las viejas dicen que uno viene con su destino hecho al nacer, como el pan debajo del brazo, como la nalgada y el primer grito de malvenida a este mundo. El destino uno lo lleva cosido a las tripas junto al miedo a vivirlo, es por eso que cuando llegamos a la encrucijada todo se revuelve por dentro y dan náuseas y miedo. Miedo, sobre todo, como hoy.
Yo estaba jugando pelotica de goma, tranquilo, con los muchachos de mi calle, nada más normal. Mi mamá allá en casa, en sus oficios. Ella me había advertido lo de la recluta y lo de los muchachos que se llevaban obligados a pelear contra la guerrilla, pero si no ves la guerra no te la crees. Uno no es capaz de enterarse de lo que significa la guerra si no hace la guerra, si no la vive. La guerra no es un momento, no es un lugar. Es uno mismo que se va convirtiendo, que se va dando cuenta de lo que es capaz de hacer, de lo que es capaz aunque le dé pena, aunque le de vergüenza y sepa que Dios lo ve a uno y no lo perdona, pero uno sigue porque ya se ha convertido, la guerra se te mete y se te cose en las tripas y en el corazón, y se mezcla con el miedo y el destino, y te cambia. Eso me pasó esa tarde, cuando nos cogieron a todos y nos llevaron al cuartel reclutados.
Primero nos asustaron, éramos nadie, así nos trataban, así nos lo dijeron y así lo creímos. Todos eran más que uno y todos capaces de castigarte por ser nadie, cualquiera te ordenaba hacer los peores trabajos y las tareas más sucias. Pero estas tareas eran las que te hacían ser un poquito menos nadie, y para dejar de ser nadie completamente había mucho trabajo. Nos enseñaron a utilizar las armas y nos hicieron ver lo importante que era estar ahí. Lo importante que era pelear contra la guerrilla, defender la democracia y salvaguardar los derechos. Nos contaron sobre las maldades de los guerrilleros y las verdaderas intenciones que tenía esa gente. Eran malos, son malos. Eso nos lo aprendimos de memoria. En aquel momento no pensábamos que nadie fuera capaz de hacer lo que hacía la guerrilla. Torturaban de las formas más crueles, mataban por asustar, obligaban a los pueblos a plegarse a sus filas. No lo podíamos permitir. Era increíble que una persona, por más dañada que estuviese, pudiera hacer esas cosas, pero luego aprendimos que sí, si se puede. Hasta uno puede, uno más que nadie puede porque la guerra es eso, y uno es un pedazo de la guerra también.
Entonces un día nos trajeron a un preso. El comandante llamó a uno de los soldados más experimentados y le dijo que nos enseñara. Nos metimos en un cuarto vacío. Éramos 9 reclutas. Nunca supe el nombre del preso, pero no hizo falta. El soldado sacó de su bolsillo una hojilla de afeitadora y se la mostró al preso. Nunca se me irá de los párpados la imagen de terror que vi en sus ojos, el sudor y el temblor de su cara como en ráfagas intermitentes de frío y calor. Entonces le preguntó por alguien, no sé bien de qué trataba aquello, pero el preso parecía saber menos que yo. No hablaba, solo temblaba y nos veía a los nueve como buscando una conciencia en la cual refugiarse. Ninguno quiso darle su conciencia, por miedo a la hojilla, tal vez. El soldado tomó el arma con sus dedos y desató la mano derecha del preso. Luego le volvió a preguntar, pero el preso no sabía o no decía o qué se yo, lo cierto es que nos hizo acercarnos y ver como extirpaba la uña del dedo pulgar. El grito fue amortiguado por un golpe en el estómago, y así fuimos uno a uno, nueve uñas para nueve soldados. Al principio da miedo, da asco y te acuerdas de tu mamá y de las cosas que decía el cura en la misa, y mientras torturas vas rezando todos los padrenuestros que hubieras querido aprenderte mejor en el catecismo, de haber sabido que tanto los ibas a necesitar. Luego uno aprende, y el miedo se vuelve algo incómodo pero tentador en la boca del estómago, que te dice que pares pero te pide más como una novia recién desvirgada. Entonces ya no te duele nada y aceptas el horror y sabes que dios te mira allá en el cielo pero te resignas porque ya para qué. Le coges gusto y aceptas las tareas, y te vas haciendo menos nadie entre el resto de soldados.
Pero no es lo mismo ahora. No es lo mismo porque esta gente no es de guerra, esta gente aún es de patio de casa y de cocina caliente y de maíz pilado a las cuatro de la mañana. No es lo mismo, por eso el miedo.
Después de terminar el entrenamiento nos habían mandado a hacer frente en la Sierra de Coro, había varias células guerrilleras en esa montaña y era necesario limpiar la zona. La montaña estaba llena de caseríos inmensos pero casi deshabitados. Cada casa a kilómetros de la otra y cada familia disminuida a las pocas amistades que pudieran alcanzar a pie. El pueblo más cercano estaba siempre muy lejos y por eso la gente aprendía a caminar largas distancias, y aprendía a esconderse entre la montaña con gran facilidad. Eso era un problema.
Íbamos camino a San Luis, el único pueblo con plaza e iglesia a muchos pasos de distancia, y la señora levantó su mano pidiéndonos la cola. No creo que nadie pueda negarse llevar a una mujer embarazada que carga a una niña enferma, mucho menos en medio de una carretera desolada como esa. Por eso ahora está aquí. Es una camioneta militar de esas con lona verde oliva y dos pilas de asientos a cada costado. La señora nos dio las gracias y se sentó en el ala derecha, entre otros dos soldados, frente a mí. No puedo evitar ver su rostro que se esconde y sus brazos que se tensan más de lo normal alrededor del cuerpo de la niña. Se nota el asco, la molestia de tener que sentarse al lado de militares por pura necesidad. Alguien le pregunta por la pequeña y así nos enteramos que la lleva a San Luis, que tiene fiebre y no es bueno estar tan lejos del ambulatorio. Luego no dice más nada, suspira y esconde el rostro bajo el cabello de la muchachita. Verla con todo su asco hacia nosotros me hace pensar mucho en esos meses de entrenamiento, me remueve el recuerdo de la uña y el grito se me repite en la cabeza. Se supone que es por ella, por gente como ella, que yo estoy aquí haciendo esta maldita guerra que no me incumbe, se supone que debería darme las gracias por la uña y por el tiro en la frente de cada guerrillero que me he topado de camino a este pueblo, se supone que yo soy mierda para que ella no tenga que serlo, para que ella no tenga que ensuciarse y pueda seguir siendo una mujer embarazada con una niña en brazos... pero a ella le da asco y no me mira, y esconde las piernas para no tener que tocarme con esas cotizas sucias que le tapan sus pies. Pienso en eso y voy rezando mis padresnuestros mal aprendidos, pidiendo que no sea ella el mismísimo Dios que me esconde la mirada, y se me revuelven las costuras en las tripas, como la primera vez. Entonces empiezan los disparos.
La mujer
Él me mira de frente y yo solo me escondo detrás de Marilú. Esta gente da miedo, si no fuera porque ella tiene fiebre, y estamos tan lejos...
Es mi pueblo, aquí nací, aquí crecí. Amo este sitio tanto como a la niña que se me quema en lo brazos, pero no puedo negar que este lugar lo obliga a uno a vivir vapuleado por el tiempo, por la suerte, como una hoja a la interperie. Vivir en la montaña significa tener suerte. Tal vez si se tiene cuidado puedes evitar algunas cosas, pero ¿cómo evitar que el frío te consuma? ¿cómo evitar el agua que se mete en cada rendija y hace nacer moho hasta dentro de los pulmones? ¿cómo evitar a la culebra que te pica? ¿o al alacrán? ¿o la peste que entra y deja casi despoblado el caserío? Uno debe nacer espabilado y con suerte, y llegar a viejo es casi imposible... menos ahora, que si no te lleva la enfermedad, te lleva la guerra. La condenada guerra que nos rodea sin darnos cuenta, se va subiendo al monte como un matapalo, nos cubre y nos ahoga sin que nadie lo note. Eso es lo que me preocupa de estar aquí, pero no puedo hacer más nada, la Marilú se enfermó hace dos días. Padrino intentó curarla con todos los remedios que conocemos, cada monte, cada ungüento, cada rezo, pero nada. El primer día fue tos y diarrea, y supusimos que le había caído mal la comida, el segundo día vomitaba todo lo que entraba por su boca y ya para el anochecer se nos había apagado, desmayada en la cama y con la fiebre instalada en su cuerpecito menudo. Por eso tuve que salir. Estaba dispuesta a caminar todo el trayecto hasta San Luis, pero son horas y temía que la pequeña no aguantara tanto sol y brisa. Entonces pasaron estos soldados en su jeep... y me lo pensé ¿sabes? Uno no sabe lo que pueda pasar... pero ella cada vez más caliente y el peso haciendo mella, acortando mis pasos, disminuyendo mi velocidad. Por eso me subí y los tengo aquí en frente, y me provoca escupirles la cara porque no hay sentido, no hay razón. Desde siempre hemos vivido en nuestro hueco, esta montaña es nuestra desde que la pelearon los tatarabuelos, y luego hemos crecido y aprendido a vivirla. Nadie tiene el derecho, ni ellos, ni los otros. Estábamos en paz, tal vez no en las mejores condiciones, pero en paz. ¿a qué vienen estos? ¿qué esconden detrás de su excusa barata de mejorar nuestra vida y llevarnos al futuro? Yo solo espero que se larguen de aquí como lo hicieron los españoles, como lo hace cada politiquero que sube en caravana una vez cada seis años a convencernos de darles nuestro voto.
Además éste me mira. Me mira como que yo fuera una culebra. Puedo ver el miedo que me tiene, y eso me aterra, porque no hay nada más peligroso que un animal asustado. No entiendo qué puede causar ese temor. Una mujer sola con una niña enferma... no hay nada que temer, pudiera matarme en medio de este camino y dejarme tirada, y nadie lo sabría. Yo me aferro a Marilú y entierro mi cabeza en sus cabellos ensortijados, y rezo... porque rezar es lo único que le queda a un campesino enfermo en medio de una guerra. ¿Eso fue un disparo? Un caucho explota y el jeep se descontrola. Yo abrazo a Marilú y me sostengo del asiento con fuerza para no caer. Quiero gritar, quiero dejar los pulmones pegados al techo de este carro con mis gritos, pero no puedo, el miedo me mantiene pegada a esa silla abrazada a la niña enferma y mis ojos se niegan a cerrase como si esperaran reconocer al animal de cacería que nos ha emboscado. Veo el recuadro de luz que es ahora la puerta del jeep, entonces aparece. Un muchacho... un muchachito. Pero no lo es. Es la fiera que se acerca y no piensa, no discierne, no calcula. Me mira y no se entera, me confunde con ellos. No vacila. Escupe su río de metal sobre nuestros cuerpos.
El muchacho
Estamos escondidos en nuestras posiciones, todo listo, todo planeado perfectamente. Esta montaña ha sido generosa. Al principio fue difícil, se negaba a nosotros, nos daba la espalda, nos mojaba con lluvias torrenciales, nos enfermaba. Luego entendió, la fuimos convenciendo y comenzó a abrir sus puertas. Ella nos brinda alimentos, agua, una buena cobija de árboles, el silencio y la oscuridad suficientes para escondernos y actuar. Tal vez sea al revés, tal vez yo me amoldo a ella y dejo de ser quien era para volverme una rama más, un acorde más en el concierto de ruidos naturales. Eso tiene más sentido, aunque siga creyendo que ella es autónoma, capaz de tomar sus propias decisiones. Poderosa y consciente.
La guerra de guerrillas es algo delicado y complejo, una cadena de sucesos y decisiones sutiles, imperceptibles, que van uniéndose como copos de nieve, uno a uno, hasta desprenderse en avalancha. También es una serie de claridades sin las cuales no se podría comprender. Claridades que explican el por qué es importante tumbar aquel puente o matar a aquel soldado. Claridades que permiten pedir a un campesino su silencio o mandar a un muchacho a llevar un recado que pudiera poner su vida en peligro... Es por ellos, por la gente, por el pueblo que vive como no debería y que aún no comprende, por ellos es que uno actúa y se ensucia de violencia.
A veces es difícil, difícil el hacer y difícil el comprender lo que se hace. Cada acción es diferente, contextos complicados, silencios necesarios. A veces solo hay que confiar. Se hace la tarea sin saber muy bien a dónde va a parar eso, validando todo en la conciencia revolucionaria del compañero, de la célula, de la organización completa, del Partido. Otras veces la necesidad y la oportunidad hacen lo suyo, te obligan a quitar un saco de maíz ó a organizar una emboscada.
La conciencia es lo que te permite seguir, lo que te hace entender que no deberías vivir esta vida, pero es necesario. Lo que te hace tomar la decisión de dejar a una vieja sola en la ciudad, de dejar a un viejo enfermo que trabaja quince horas al día en una fábrica esclavizante. Es la conciencia lo que te hace partir, lo que te hace luchar, lo que te convierte en una tuerca del motor que algún día arrancará para transformar la vida de esa vieja, de ese viejo, de ese campesino. Uno sabe que va a morir, pero desea morir intentando algo. En el fondo todos sabemos que no es nuestro momento, que el motor arrancará torpemente, chupándose la sangre de muchos en el trayecto, que el destino está lejos y sería imposible sin nuestra mano, sin nuestro sudor, sin nuestra muerte. Es mejor morir luchando que morir siendo esclavo. Esa es la esperanza, esa es la conciencia.
Por eso hoy estamos aquí, al menos por eso lo estoy yo. La montaña me ha regalado un peñón cubierto de musgos desde el cual puedo acechar, esperar. Algunos están al otro lado de la carretera, entre los árboles. Detrás de mí aguarda el resto de los camaradas. Nos corresponde el flanco derecho. Primero apuntar a los cauchos. Cuando paren, hay que disparar. Dar o recibir balas. No hay opción.
Ya se puede ver el jeep a lo lejos. Apenas un punto verde deslizándose sobre la línea serpenteante de asfalto. Nos preparamos para el disparo, sudando a pesar de la brisa fresca, dándole permiso a las manos para un último temblor. Luego no se podrá. El ruido del motor corta el murmullo de la montaña. Es hora. Salgo de mi escondite y la primera ráfaga logra su cometido. Los neumáticos explotan y el jeep hace maromas sobre la carretera algunos segundos, perseguido por siete pares de botas rápidas como guijarros que se desprenden del cerro.
Hay que disparar. Rápido y preciso. Si le das tiempo a tu cabeza para pensar, te la vuelan. Eso fue lo que pasó. Tomé mi posición, flanco derecho. Apuntar al tórax es más efectivo. El primer rugido de mi fusil y mirarla. Solo un flash. Ella con su niña en los brazos, tela rosada destellando en medio del camuflaje. El reflejo de la explosión sobre sus pupilas asustadas. ¿Por qué ella y no un soldado? ¿por qué el río de sangre corriendo sobre su vestido infantil? Ese fue mi último pensamiento. Otro disparo apagó mi conciencia.
Marilú:
Es curioso morirse. Es como si tu ser se convirtiera en una burbuja que se expande hasta cubrir todo lo que te rodea. Una se va llenando de cosas, de pensamientos, de vidas, de visiones, y luego te das cuenta de lo que está ahí, de lo ciegos que somos porque no vemos más allá del pedacito que nos toca. Morirse es saber. Saber que la culpa no existe y que cada paso que damos forma parte del caos. Morirse es recibir el remordimiento de un soldado, el miedo de una mujer, el dolor de un muchacho, y cada sentimiento, cada respiración, cada latido que sale de sus pechos entrando a tu alma como los trozos de un barco náufrago en tierra firme. Entonces te vas llenando y vas creciendo y te conviertes en una fina película que lo recubre todo hasta entender. Se va el miedo, la culpa, la rabia, la impotencia, y te dilatas hasta cubrirlo todo y te fundes en el orden caótico de todas las cosas, y entonces lo comprendes. Morirse es saber la verdad, y la verdad es Dios.
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