CÓRDOBA COLONIAL
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A Ñ O R A N Z A (Acuarela Uno)
Quizás la añoranza sirva a la inspiración lírica, pasando por alto la nostalgia que la origina, porque la vida sea irreversible. Porque el placer se torna —increíblemente— en un recuerdo melancólico hacia adelante. En una evasión que nos penetra envolviendo las horas y haciéndonos prisioneros de ellas.
Si la nostalgia puede servirme para recrearte, y si en ese recreo de lo que fue placer —ingenuo, pueril, intenso, delicado— como todo ensueño de la infancia, porque parecía eterno. Sin límites. Pero que iba a desgranarse como un fruto de septiembre, primaveral y breve.
Si la añoranza me puede dar la ilusión de volver a ti, aunque sólo sea en la inspiración artística de una tarde como ésta. Una tarde de verano. Una tarde de enero de fronda envolvente, mágica en su sinfonía de ramas en movimiento. El sol se expande entre las hojas y crece en profundidad alargando las distancias, a medida que ilumina el follaje.
Es tan hermosa esta tarde de enero que me devuelve a los gloriosos eneros de antaño, cuando recorríamos juntos las riberas serranas tapizadas de mica. En una dimensión sin tiempo. En aquella dimensión de la niñez, junto a la Naturaleza.
Cuando tu fantasía creciente como el cauce de los arroyos cordobeses, sembró en mi espíritu los placeres luminosos de la estética, que habrían de acompañarme siempre, en evocación de tu eterna permanencia dentro de mi vida.
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A LA VERA DEL ARROYO (Acuarela Dos)
Cuando aún no habías retornado y yo bajaba por la ladera desmontada del arroyo, para recorrer los senderos de nuestra infancia, Eloísa iba a mi lado recogiendo las uvas silvestres bañadas por la humedad de la orilla. Sus dientes esmaltados sonreían a mi tristeza, transmitiéndome la ilusión de tu regreso ¡Qué lejos estábamos mi mulatilla y yo de suponer una lejanía tan larga y un cambio tan abrupto!
Yo aguardaba a mi hermano de siempre, juguetón y serrano, sin imaginarme que luego de tres años en Charcas regresarías a nuestra casa solariega de la Merced cordobesa, convertido en un atildado caballero altoperuano... Pero aún no lo sabía en aquella tarde de remembranzas. A lo lejos el ganado mugía y los gauchos saludábanme asombrados, arqueando sus potros zainos ante mi encuentro, como si mi presencia en los campos del arroyo fuese una alucinación, dada por el esplendor de la primavera serrana teñida con tierras de tormenta.
Antes del regreso ya nos estaban buscando y cuando aún no anochecía, el mulato Tobías con su inmensa humanidad, bajaba azorado y humedecido el rostro, con una lámpara de aceite encendida en la mano ¡Cual si hubiese concebido buscarnos la noche entera! Fue un alboroto de voces, la imprecación casi senil de Tobías :
--–¡Niña Magdalena! ... ¡Vamos Eloisa! ¡A casa!
Mi niñera la negra Micaela, tomó mi brazo con energía, mientras colocábame sobre los hombros la mantilla de seda oriental traída de Arica —que refrescaba más que abrigaba— y me zamarreó con fuerza. Luego conduciéndome hacia las habitaciones de la casa, mientras lloraba, hizo brillar aún más el carbón de sus ojos, lamentándose en su matronal euforia, de que yo fuese las más indolente de "sus hijas”.
La ronda de mulatos a nuestro alrededor, nos sermoneó toda la noche. Y mientras rezábamos el acción de gracia por la cena recibida, seguían las imprecaciones de Micaela :
--–¡Mi niña junto a esos gauchos! ¡Cuántos "matrereados" hay entre ellos!
Más tarde llevándome hasta mi cuarto, deshizo mi tocado casi con furia. Y mientras arropaba mi lecho con quillangos, caían lágrimas sobre su rostro de ébano :
--—Sí... Maiíta...— íbale yo contestando compungidamente
Nunca comprendí bien los temores de Micaela, si ella temía por mí o por ella. Pero ella me llevaría hacia el Alto Perú el día de tu boda, y ella me vestiría de seda para la cena de tu regreso. En esa excluyente separación que nos envolvía, dentro de la vieja casona enrejada de la Merced, entre los dueños de casa y sus sirvientes mulatos formando un conjunto de convivencia diaria, toda mi existencia estaba separada del entorno. Y el escenario extendido más allá del cercado de verja y pirca —adonde comenzaba el mundo aislado del gauchaje— representaba entonces para mí, un temor y un misterio. El mundo prohibido.
Fue en aquel tiempo de mis frescos dieciséis años cuando empecé a entrever en Micaela, en su celo protector de fidelidad y cariño, un celo humano aún mayor y mucho más grandioso. Un orgullo de casta que habíala colocado a ella en el centro de nuestro núcleo de familiar, y de la cual dependía su honor ...en aquella tarde mancillado. Era yo una propiedad injerta en el corazón de Micaela desde el primer momento, desde el primer vagido, al salir del seno de mi madre. Era ella quien me transmitía ese temor al paisano, gaucho e indomable, que habitaba los campos de nuestra Merced.
¡Arisco mestizo sin tribu y sin mansión! ... Fiel defensor del espacio donde galopaba. Protector de aquella tierra y pensador de los caminos. Solitario en su rancho y señor de las distancias. El gauchaje pertenecía al espacio, al caballo, al vacuno, a la yerra y el arreo. Las aguadas y sus arroyos. Esbelto y altivo, en su mundo propio.
Los mulatos en cambio pertenecían al interior de la casa, y se apartaban lo más posible de todas las tareas rurales. Preparaban nuestros viajes y nos precedían en ellos. Cuidaban de nuestro decoro y poseían todas las llaves, incluida la del joyero. Redactaban la correspondencia y distribuían nuestros ingresos. Eran custodios de nuestro mundo cual si fuese de ellos mismo, o como si les atemorizara ese inmenso espacio abierto donde pastaba la hacienda. Negros angolas y gauchos mestizos, eran rivales unos de otros, coexistían sin convivir en absoluto y sin darse mutuamente concesiones.
—--Hija mía, te lo ordena Micaela...
Díjome mi elegante madre, mirándome con sus ojos color cielo, cuando al despuntar el alba nos reunimos todos juntos para tomar la leche hirviente espesada en mazamorra. Y me señaló a continuación un arco de bordados, que hacía tiempo yo abandonara, y al cual mi niñera habíame preparado esa mañana para mantenerme quieta a su lado.
Tobías estaba sentado junto a la entrada, supuestamente colocado allí para otear tu retorno. Nada era verdad. Nuestro obeso y obscuro mayordomo, habíase transformado ahora en un tiránico cancerbero, del que no podríamos huir el día entero. Mediante un guiño mi diminuta mulatilla díjome, mimosa y picarescamente, cuando sus manos depositaron en las mías el espumoso mate en su vasija de plata :
--—Sólo nos queda la ventana del desván...
Pero ahora no veíame yo con la agilidad de los doce años de Eloísa, para desprenderme por aquel único retículo que en la casa existía sin enrejado, con mis enaguas de puntillas al viento y raspándome las rodillas sobre las paredes del exterior de la casa. Pero fui feliz al oírla por recordar las siestas otoñales de nuestra infancia, cuando en la casa todos dormían y Tobías —más joven— pescaba en el arroyo. Cuando tú y yo nos deslizábamos por la escalerilla adosada a la pared, y rumbo al desván nos evadíamos saltando una ventanuca sin reja, para perdernos entre el bosque de talas ... ¡Y así emigrar hacia juegos de imaginaciones sin cuenta!
Yo no era entonces una alucinación para los paisanos, ni el gauchaje más que un natural hombretón donde el curtido capataz Hermenegildo —de elocuente prosapia india— nos subía a las ancas de su potro. Era, pensaba ahora, que el anciano paisano había muerto en su rancho de piedra, en el Puesto principal de la Merced, adonde aquella noche lo velamos junto a nuestro padre y ante los responsos del cura Dionisio. La paisanada oró en multitud, pero yo fui apartada de ti y de mi padre, por Micaela, colocándome junto a ella y a mi madre ¡Cómo si la despedida a Hermenegildo fuese tan sólo una propiedad de ustedes!
Y allí estábamos Eloísa y yo aquella tarde que te aguardábamos, prisioneras en la casona de la Merced y custodiadas como dos gemas brillantes. Una como diamante blanco y otra como diamante negro, dentro de un joyero del cual la llave estaba en el cinturón de Tobías, celosamente guardado y puntillosamente escondido.
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RETORNO DE CHARCAS (Acuarela Tres)
Aquel día feliz cuando te aguardábamos, luego de tres años de ausencia, el galope de un alazán bañó de polvo —en medio de la sequía primaveral de estas sierras cordobesas— el camino de ingreso a nuestra Merced. Tobías abrió el gran portón de madera con la parsimonia acostumbrada. Entonces Ambrosio, su nieto, hizo pie en el adoquín del patio eufórico de novedades y emociones, mientras desmontaba sonriendo a su anciano abuelo, con el rostro juvenil y despejado de angustias. Mostrábale con orgullo sus dientes de marfil relucientes sobre una casaca de lujo en un rojo brillante, con botones de plata, que volvía más notable la obscuridad de su rostro.
Creo que Tobías no pudo reconocer en aquel momento, al mozalbete que el mismo criara. La seguridad de su paso y el brillo de su vestimenta altoperuana, molestaban a su orgullo de abuelo, quien con gesto adusto le advertía : sobriedad... Pero el inocente Ambrosio había olvidado la severidad de Tobías, y los tres años de ausencia hiciéronle perder la mansedumbre de nuestros campos.
Fue difícil en medio de tanta exhibición ciudadana, comprender los relatos y las palabras del mensajero, que adelantaba en cuatro días tu regreso. El barullo de su presentación todo lo confundía. Junto al disgusto no disimulado del viejo mulato, quien deseaba reacomodarlo de inmediato y sin tregua. Volver al pasivo Ambrosio de tres años atrás. Quitarle sus guantes blancos y su chaqueta roja con botones de plata, Tobías deseaba cambiarle la montura repujada y altoperuana, por la nuestra de piel de cordero.
Veinte años no son diecisiete, pero setenta tampoco son veinte. Los años que ahora contaba Ambrosio, no eran los mismos que tenía al momento de partir.
Tres años habían pasado para Ambrosio, pero eran muchos más los que ahora, separaban al abuelo de su nieto.
Sin comprender nada más, la casa entera corrió a prepararse para recibirte. Pero ya no serías el adolescente que partiera hacia Charcas lleno de incertidumbres, ahora aguardábamos al Mayorazgo, al hijo mayor de esta familia en su retorno al Tucumán. Y tendrías que reintegrarte nuevamente a nuestra solitaria y apartada Merced de las sierras cordobesas ¿Lo lograrías?
Los quillangos serranos que cubrían las camas, dieron lugar a las sedas de Manila llegadas desde Arica. La cerámica roja cedió su puesto a la platería potosina, junto a algunos objetos de oro guardados celosamente en el llavero de Tobías. El atardecer trajo a Zenón, el capataz de altivo porte, con el proyecto de carreras "cuadreras". Había pingos bien preparados por la peonada para tal fin. Mientras nuestro padre, afanoso, preparaba largos pliegos de elegante caligrafía, para someterlos a tu análisis...
¿Eras tú mi joven hermano quien venía en mi busca, para rescatar escenas infantiles perdidas? ¿O era un nuevo jefe de familia, el que ahora regresaba desde el Alto Perú?
El carruaje donde viajabas se presentó cuatro días después a la hora de la Oración, cuando aún no nos habíamos vestido para la cena. Pero ya el mobiliario adornado de luces, ornamentaba un recibimiento de honor. Entonces descendiste del pescante. Y Charcas bajó con tu paso.... Como un hidalgo ...
Quizás nadie supo como yo, que no habías vuelto realmente. Y que el tiempo pastoril de tu vida había quedado en el pasado. Pues, mientras todos admiraban el movimiento sobrio y galante de tus manos enguantadas, o la pulidez de tus palabras, supe que comenzaba para mí, lo que para ti había concluido.
Lo supo mi niñera, la negra Micaela, con su temor ancestral. Y sentí la mano de Tobías sobre mi cabeza, como queriendo sujetarme, como temiendo mi fuga, conciente de no poder recuperar ya a dos nietos a quienes consideraba perdidos. Éramos nosotros en conjunto : Tobías, Eloísa, Micaela y yo, quienes íbamos a continuar un derrotero único, por los senderos cordobeses. Representábamos el tiempo detenido en la Merced ...
¡La continuidad persistente de la sierra, en su apotegma de espacio!
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Alejandra Correas Vázquez
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