Escribir historias sobre asesinatos no es mi fuerte. Por eso, cuando vino Enrique Hudson –mi inspirador- con esa idea, presté poco interés.
- Usted tendría un éxito seguro si escribe lo que le cuento.
- Está bien –dije sin entusiasmo- continúe.
- Fue “allá lejos y hace tiempo” –dijo utilizando el título de un libro de su homónimo.
Nunca me quedó claro por qué este inspirador se llamaba Enrique Hudson, igual que el naturalista y escritor. Cuando le pregunté, sólo respondió que se debía a un empleo temporal en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
- Con ese criterio tendría que haberse llamado Florentino Ameghino.
- No! Don Florentino es el inspirador de Guillermo Grimaldi!
- Ese! Jajajaja, por favor, no me haga reír, Grimaldi es un ladrón, por más que sus libros sean Best Sellers. Sabe que el muy zorro copia textos de aficionados y los edita a su nombre?
- Es un dato que desconozco, pero si así fuera, no será por culpa de don Florentino, él es una persona de bien.
Mi comentario había puesto a Hudson de mal humor. Esa vez dejó su historia sin final y se retiró con un saludo escueto. No volví a tocar el tema hasta esa tarde.
- Imaginará que resulta imposible comenzar mi relato con el título que acaba de exponer, verdad?
- Pero hombre! Fue para darle un “toque personal”, nada más –y guiñó un ojo.
- Usted que está avezado en tratar con inspiradores, quién le corresponde a Edelmira Sáenz Bernet? Siempre he admirado sus trabajos.
- Aaahh! Edelmira… -hizo una pausa y se recostó sobre el sillón- ella tiene varios –murmuró como si me confiara el más secreto de los secretos.
Los inspiradores son personajes extraños. Un día llegan a la puerta y sin permiso pasan, toman asiento, se sirven whisky y comienzan a contar. Es imposible deshacerse de ellos. Eligen a su autor, no al revés. Fanáticos de los crucigramas, forman parte de una única logia con rituales de los que es preferible no enterarse. Viven quién sabe dónde y la incógnita es si de verdad existen o son creaciones del autor. Si fui capaz de crear a Enrique Hudson mi vulgaridad es superior a lo que pienso.
- Dígame uno, al menos.
- Silvina.
- Ocampo?
- Nooooo, ésta es cortesana en tiempos del rey Fernando.
Ahora que lo observaba, el tal Hudson tenía más estirpe de detective en decadencia que descubridor e incitador de talentos.
- Se va a quedar toda la tarde?
- No me va a convidar con algo? - dijo irrespetuoso.
- Yo pregunté primero.
- Parece una criatura, vayamos a lo que nos convoca, sí?
- Antes quisiera hacerle una pregunta: Hay inspiradores de pintores?
- Y de físicos, astrónomos, músicos; de lo que quiera. Y nada de musas melodramáticas, somos así, tipos comunes que soplamos al oído la historia
Claro que hay cada sordo! y no lo digo por Ludwig –excusó.
Me recliné en la silla, la luz de la lámpara daba de lleno sobre el rostro de Hudson. No pude calcular cuantos años tendría. Lo imagine en su despacho, entre whisky, rameras e investigaciones inconclusas
- Su último caso cuál fue? - le pregunté sin medias tintas.
- Caso? Mueble, querrá decir. Un ropero estilo Luis X. Soy ebanista.
- Yo pensé…
- Usted piensa demasiado y mal –se puso de pie-. Viendo que no está interesado en mi historia, me voy, volveré otro día.
- No sea necio, quédese y cuente, lo escucho.
Me senté frente al escritorio, de espaldas a Hudson. Él recomenzó; escribí cada palabra que dijo.
Cuatro horas después, terminé. Me asombró: su historia era fascinante, de esas que lo toman a uno, lo abducen hasta la última página. Descansé el bolígrafo sobre la mesa, cerré el cuaderno y sonreí.
- Tenía razón, Hudson, éste es un éxito seguro.
Pero mi inspirador ya no estaba.
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