Algunas tardes, se quedaban en el banco de la plaza comiendo pipas, saboreando los animalitos que recorrían por su estómago y que salían al mundo exterior convertidos en besos. Otras tardes, quedaban con sus amigos y jugaban a unos billares escuchando buena música y fumando sus primeros cigarrillos. Entre todos crearon una gran familia. La familia de las barbacoas de domingo, la familia de las hogueras en la playa, la familia de las canciones en guitarra, de los chistes picantes, de las risas y carcajadas y más risas y más carcajadas. Y más tarde, M se vistió de blanco y F de traje. Celebraron sus besos viajando por el norte y por el sur y, en cada lugar, dejaban una prenda escondida bajo la cama. A veces un calcetín, otras un pañuelo, las veces más atrevidas unas braguitas o unos calzoncillos, y lo escondían muy pero que muy bien para que nadie lo descubriese y así poder ir dejando un trocito de ellos en cada parte del mundo. Entonces, dos margaritas florecieron de la saliva de sus besos. Primero una; a lo pocos años la otra. Y las miradas y caricias se repartieron entre cuatro. Se trasladaron a una casita con jardín y un buzón de esos que parecen de caramelo y allí estuvieron años y años regando y mimando a sus dos flores favoritas hasta que se convirtieron en árboles y volvieron a la gran ciudad. M y F pintaron una nueva capa de color rojo sobre sus corazones. Lo hicieron sin prisa, disfrutando de cada movimiento de pincel como si sus manos bailaran a ritmo de vals, consiguiendo un rojo tan y tan bonito que el pecho no era suficiente para cobijarlo y, habían días, en los que salían rayos rojos de sus ojos, otros días de sus labios, otros días de sus manos. Y, así, acabaron coloreando de rojo corazón el mundo que les envolvía.
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