Desde el día que Valentina descubrió los lápices y las pinturas, a los casi dos años, su mayor disfrute era garabatear, dibujar y pintar. Pasaba horas entretenida a solas.
En el Jardín de Infantes se destacaba por la precisión de sus trazos y por el colorido de sus producciones a pesar de su corta edad. Las paredes de su salón de clase, así como las de su dormitorio estaban tapizadas de sus obras de arte. Ella se sentía súper orgullosa al verlas, sentía que eran parte de ella. Si alguna se rompía, le dolía.
En la etapa escolar, todos los márgenes de las hojas de sus cuadernos tenían diseños que reflejaban su estado de ánimo del momento. A veces eran dibujos definidos, claros, entendibles, otras eran círculos concéntricos o laberintos sin salida que reflejaban mayor o menor grado de conflicto interno.
Yo era su compañera de clase desde el preescolar. A veces le proponía hacer un juego que consistía en que una hiciera un garabato cualquiera, sin pensar, y la otra lograra hacer aparecer del mismo un dibujo con sentido. A ella no le entusiasmaba demasiado mi propuesta, prefería actuar a solas, plasmando en el papel lo que le salía de adentro, las imágenes que se amontonaban en su cabeza y pujaban por salir al exterior. Muchas veces, no importando lo que estuviera haciendo, corría al garaje de su casa, donde se había armado un taller con todos sus materiales y no salía de ahí hasta sentir que había terminado su obra.
—“Es una necesidad interior que no puedo frenar, como no puedo dejar de ir al baño cuando estoy con ganas”—me explicaba con expresión de: “así soy yo”.
Los años pasaron y su mundo siguió estando compuesto de atriles, acuarelas, óleos, acuarelas y pinceles de todos los tamaños, su bagaje se incrementaba y cada vez le ocupaba más lugar en su rincón. Estar inmersa entre todo eso la hacía feliz y yo, al verla, suponía que se debía sentir como Monet, cuando salía a los jardines o campos a reproducir la naturaleza a su manera, plasmando impresiones de cada instante.
Hacia fines de la adolescencia, sin previo aviso, paulatinamente comenzó a notar que sus ojos se empezaban a apagar. Las imágenes que tenía representadas en su mente, no lograba verlas en la tela o el papel de la misma manera que solía hacerlo. Sentía que un velo, cada vez más denso, iba cayendo sobre sus ojos. Tan denso llegó a ser, que finalmente la llevó a la oscuridad total.
Hubiera querido darle mis ojos para que pudiese seguir viendo y pintando. Mis ojos se llenaban de lágrimas al verla sentada en su rincón mirando hacia el atril, posiblemente imaginándose que estaba pintando un mundo de colores como el que conoció y ya no podía percibir.
Un día que estábamos juntas, charlando como tantas tardes, ella, que me conocía muy bien, notó mi voz quebrada, creo que se dio cuenta de mi sentimiento. Tanteó mi cara hasta llegar a mis mejillas y secó mis lágrimas. Luego, con sus dedos buscó sobre su mesa de trabajo un pincel, lo puso frente a sus velados ojos con el brazo extendido y le dijo: “ Mis palabras te guiarán, y con la ayuda de los ojos y manos de mi mejor amiga, los colores y las formas volverán a la tela. Yo volveré a ver a través suyo y ella verá a través mío”.
Me entregó el pincel como en un acto solemne y me hundió en su regazo con un fuerte abrazo en el que ambas sellamos nuestra unión por siempre
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