¿Es posible gestar todavía una ruptura en cuanto a paradigmas literarios existentes? ¿Cómo innovar?
La complejidad de estos interrogantes permite comprender que toda respuesta expresada a la ligera puede, peligrosamente, sucumbir bajo el yugo de la ineficacia. Pero estas incógnitas adoptan, persistentemente, la condición de ineludibles ante aquellos que conciben a la escritura como un sistema productor de significaciones que excede a lo meramente práctico. Y son precisamente los protagonistas de este dilema (escritores en algunos casos) quienes aún sostienen sin titubeos una cruzada que permita establecer un horizonte distinto. Que origine un cambio para con una actividad que, desde hace décadas, no ha hecho más que reducir la importancia del significado (concepto) para, en cambio, erigir al significante (imagen) como único valor relevante dentro de la escritura.
Ahora bien, consagrada la decisión de hacer de la búsqueda del cambio una constante, adquiere vital importancia, insospechada a veces, la figura de aquel que asumirá de un modo activo el giro estipulado por todo autor: el lector o, dicho en otros términos, el espectro de la recepción. Y es allí donde la posibilidad de postular un quiebre que elimine a todo modelo divinizado se desnuda vacilante.
Si de antecedentes se trata, en cuanto a esta interpretación, ya Roman Jackobson se mostró como uno de los precursores llegado el momento de tomar en cuenta las diferentes características que distinguen a los procesos de producción y recepción de textos. Planteo que, desarrollado y ampliado posteriormente por diversas teorías sobre la comunicación de masas durante la mayor parte de la década del ´80, permitieron comprender la existencia de un receptor de discursos activo, y determinado sin distinción alguna por una matriz cultural originada en algo tan básico como el contexto cotidiano.
Asimismo, todo discurso construye una idea de quien lo promueve (enunciador) y una cierta imagen de aquel a quien se dirige (destinatario) lo cual deriva en un nexo que vincula a estas posiciones. Así, emplazada sobre un postulado enunciativo, esta alianza explicita lo alguna vez observado con precisión por, entre otros, el semiólogo Eliseo Verón respecto al lazo que une a autores y público: el contrato de lectura. Para decirlo de otro modo, la relación que se establece entre un soporte y la lectura del mismo en tanto práctica social.
Esta estructura, utilizada también para abordar los géneros periodísticos, remite a una posibilidad concreta de comprensión en tanto se postule un contrato que responda correctamente a las expectativas, motivaciones e intereses que conforman a un imaginario social determinado. Contrato que, tratando de evitar toda pérdida de validez, deberá evolucionar de acuerdo a los patrones socio-culturales que construyen e identifican al lector. De esta forma, se puede explicar la apreciación de ciertos consumidores de literatura cuando dan cuenta de una obra que parece haber sido escrita específicamente para ellos.
Obviamente, tal planteo permite deducir que todo atisbo de ruptura para con modelos de redacción y lectura codificados puede derivar en la pérdida de lectores ante lo que sería la implementación de un vínculo desconocido. Pero, tomando en cuenta nuestro tiempo ¿Hasta que punto se está en condiciones de correr tal riesgo? ¿Prevalece el gusto del lector por sobre la voluntad del escritor? Como ya fuera expuesto en una columna anterior, el lector en muchas oportunidades adquiere una importancia poco beneficiosa para todo intento de creación. Planteado de otra manera ¿Vale la pena perder lectores en pos de respetar a esa voz interior que insiste en la búsqueda de un estilo propio y original?
La respuesta para quienes no abandonan esa búsqueda se presume evidente: es necesario construir un nuevo contrato de lectura. Desterrar gradualmente los modelos anteriores para, de esta forma, ajustar la cosmovisión del lector hasta que éste quiebre con los preconceptos fijados y ascienda a un nivel de entendimiento diferente al acostumbrado. En otras palabras, refundar, en simultáneo con la experimentación en cuanto a práctica literaria, a un tipo de público que se apropie de aquel sentido que guarden los nuevos textos modelados. Pero esto, por si resta aclararlo, implica colisionar con lo comúnmente compartido y aceptado.
Así, los posibles pronósticos respecto a esta cuestión quedan todavía al margen. El autor que actualmente busca alcanzar cierto grado de innovación ¿Pagará el precio que supone establecer un quiebre con lo consagrado? ¿Soportará la condena y el histórico rechazo que todo cambio ostensible conlleva en su seno? Esta pluma no puede responder a estos interrogantes. Aún así, lejos está de exhibirse pesimista: sospecha que algún escritor, de esos que todavía existen, se ocupará en breve de responder, presumiblemente aburrido, a estas preguntas que hoy se muestran difíciles de contestar.
Patricio Eleisegui
El_Galo
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