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Alguna vez dije que te escribiría un poema, incluso te lo prometí. Entonces, yo sólo era un jovenzuelo irresoluto, envuelto en una difusa trama de sarmientos, los que esgrimía como sucedáneos de una verdad rotunda. Me gustaste desde el primer día en que te vi, pequeñita, de tez muy blanca y contrastando con esa albura, un racimo delicioso de cabellos negros. Eras jovencísima y yo también, por lo tanto, todos nuestros compañeros pensaron que éramos la pareja ideal. Pero no, yo no podía con mi timidez ni tú con tu indiferencia.

A las pocas semanas, te acompañé a la cita con una amiga, pero en el camino sólo te hablé banalidades que en nada contribuyeron a crear un puente de plata. No surgió esa magia instantánea que nos transformase en un par de amantes, aunque ya no podía más con esta pasión tan sublevada que me devoraba por completo.

Una tarde, escuché a una compañera que te preguntaba por mí y si yo te gustaba. El ¡noooooo! casi desesperado de tu voz, me indicó que mi corazón estaba sufriendo en vano, que no valía la pena desesperarse por algo sin destino. Y, mortificado por esa palabra rotunda, que le colocaba candado a mis aspiraciones, me sumí en un mutismo y abandono, que los más experimentados descifraron de atinada forma. –“No, muchacho, eres muy joven para sufrir por una pena de amor. Existen tantas mujeres, tantas, que es cosa de estirar la mano para recoger una docena.” Eso era en cierta forma muy verdadero. Pero yo sólo te amaba a ti.

Pasaron los meses y yo continuaba con esta fiebre que me devoraba. Cierta tarde, las mujeres disputaron un partido de fútbol y allí apareciste tú, con unos pantaloncillos diminutos que dejaban al descubierto un hermoso par de bien torneadas piernas. Al día siguiente, un compañero se me acercó para confesarme algo. Me contó que esa noche, había soñado contigo y que se había despertado mojado. Tuve que contarle que a mí me había sucedido lo mismo.

La indiferencia tuya, que me dolía más porque no era forzada, lo que indicaba que yo te importaba un rábano, me producía desvaríos y ensoñaciones dramáticas: me imaginaba en mi lecho de muerte y que acudían mis familiares y también tú, condolida y llorosa. Te aproximabas y en la culminación de mi delirio, te escuchaba decir con esa voz tan tuya, tan sensual: “no te mueras, no te mueras, te amo demasiado.” Ese pensamiento me provocaba un enorme placer y lo repetía una y otra vez, en forma masoquista.

Durante otra fiesta, cuando todo era relajo y diversión en la oficina, las mujeres prepararon sándwiches y se compraron bebidas y licores. Luego surgió la música y todos bailaron alegres, menos yo, que no tenía ninguna habilidad para la danza. Alguien llevó una cámara fotográfica y nos retratamos todos, tú entre todos, bella y juvenil. Aún conservo dicha fotografía entre mis pertenencias. Pero, cuando todo era alegría y desparpajo, surgiste como una princesa entre tules y me invitaste a bailar. Sólo entonces pude estrechar tu cuerpo, por única y pérfida vez, seguí tus movimientos, ya que habría sido una inutilidad que tú siguieras los míos. Y esos breves minutos, no supe qué era lo que bailábamos ni recuerdo la melodía, sólo imaginaba que estábamos en los prolegómenos de un lance amoroso.

Pero, una tarde tremenda para mí y para todos mis compañeros, te despediste de nosotros, ya que regresabas a tu ciudad. Sentí un dolor inmenso, que se fue aplacando con los días, puesto que ya no lidiaría con tu presencia lejana e indiferente. Poco a poco, para mi pesar, te fuiste borrando de mis recuerdos.

Un par de años más tarde, sin embargo, apareciste de nuevo, pero sólo para visitarnos. Te habías casado con un personaje muy parecido a un crack de fútbol, al que denominaban El Rey del Metro Cuadrado, y esperabas a tu primer hijo. Sinceramente, no sentí ni rabia ni celos absurdos, pero sí una inmensa curiosidad por conocer a esos pequeñines, que hipotéticamente pudieron ser mis hijos y que ahora, sólo poseerían la parte genética tuya, mezclada con la del advenedizo aquel. Y esa parte tuya, es la que me habría gustado reconocer en esos retoños.

Mucho tiempo después, los compañeros fueron yéndose, otros aparecieron, cada uno con sus características, gustos y estilos bien diferenciados. La marea también me arreó, proyectándome a otros horizontes. En mis recuerdos, casi te habías diluido por completo.

Los tiempos sobrevinieron más duros y nostálgicos. El trabajo escaseaba y la gente deambulaba en pos de una ocupación. Yo hacía lo mismo e intentaba en uno u otro ámbito. Los meses se sucedían, sin que atinara a encontrar un trabajo estable. Pero, una mañana imprecisa enrumbé hacia un lugar cualquiera, que después no me pareció tal, sino, más bien, una predestinación. Mi sorpresa fue grande, cuando me topé a boca de jarro con la que había sido una de mis compañeras de la época aquella y que, coincidentemente, era tía tuya. Conversamos un rato, le dejé mi currículum y ella me prometió hacerme saber de cualquier novedad. Entonces, saliéndose del hilo de la conversación, me dijo que me tenía una mala noticia. Allí supe de tu triste final. Cruzabas cierta mañana una calle principal y un vehículo que avanzaba veloz por una de las pistas, se encontró a boca de jarro contigo y…bueno, nada se puso hacer y falleciste en el mismo lugar de tan infausta tragedia. La noticia me enmudeció, todos los recuerdos de lo que ahora he narrado, desfilaron por mi cabeza en una sucesión diabólica. Me costaba asumirlo. Te imaginaba plena de vida, disfrutando con los tuyos y la realidad es que desde hacía varios años te habías extinguido para esta existencia.

Por eso, como decía al comienzo, alguna vez pensé en escribirte un poema, incluso te lo prometí, claro que para mis adentros, ya que jamás te hubiera confesado personalmente toda la tribulación y todo el desasosiego que provocaste en mi espíritu desde el primer día en que apareciste en mi vida. Y ahora, después de narrar todas las situaciones que viví cerca de ti, pienso que el poema jamás deberá escribirse, pues lo habría elaborado para agasajarte, para volcarme por completo en el papel y gritarte de este modo, lo mucho que llegué a amarte pese a tu indiferencia, a tu muda negativa, a tus coquetos desdenes. Ahora, ya no vale la pena escribirte una elegía, un soneto o un desmañado poema. Ya lo he dicho todo y una dulce nostalgia me recorre el alma, un delicioso transitar de tu recuerdo por mi mente. En silencio, cual si estuviera frente a tu cadáver, suspiro y me cobijo en la añoranza de aquellos lejanos años, cuando tú existías y yo desfallecía y moría a cada instante por tu amor…












Texto agregado el 03-11-2009, y leído por 356 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
04-11-2009 Lo que menos tiene Zepol (Murov) es talento... todavía recuerdo cuando subió el texto "La mano"... cuánto egocentrismo y vanidad en un texto que es una vulgar copia (y mediocre) del gran Edgar Allan Poe... Recuerdo que el tipo se solazaba con cada estrellita, cambiaba el tamaño de las letras, ponía cursivas, le cambiaba frases a cada rato, etc. una megalomanía horrible y atroz... un tipo ruin, sin duda... ¿lectores? aprendan y lean de Cortazar, Borges, Maupasant, Bioy, Chéjov, Quiroga, etc, en vez de defender a un patán vanidoso como el gato negro que trata de emular... (corre la voz) Indice
04-11-2009 Bello relato,esos amores que dejan una huella tan profunda,tal vez aquellos que no se concretan losque nos dejan con el sabor de lo que pudo ser ,siempre se idealizan mas.Gracias amigo lo disfrute enormemente *********** shosha
04-11-2009 Bonito :) fulana
04-11-2009 Me caes bien, Gui, por eso seré franco: 1*. Murov
 
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