Miró el cielo cargado de agua mientras el olor a tierra mojada le advertía que en algún lugar ya debía estar lloviendo, se hacía insoportable el soplo caliente del viento malo, el de la humedad y los presagios negros. En el horizonte la inmensidad se quebró en una rajadura de luz alimentada por miles de voltios. Al estampido del rayo siguió la invasión de un tropel de pezuñas que azotaron la tierra transformadas en gruesas gotas.
Entró para evitarlas y lo recibió el aroma del vapor que empañaba los vidrios escapando de la olla donde hervían verduras, papas y un trozo de carne. Dejó el sombrero y se acercó a la pileta para lavarse las manos mientras su mujer servía la comida. Sin pronunciar palabra, cada uno acomodó la silla de paja para sentarse frente a la vieja mesa.
Quedaron separados por ella, la fuente de la que tomaban la comida parecía ser el único nexo entre ambos. A un lado de la fuente, el farol que alumbraba la cocina dibujaba en la pared la sombra de los brazos tenedor en mano, representando un grotesco duelo de cuchilleros, inadvertido e insuficiente para sortear la frontera impuesta a la manifestación de los pensamientos. Él la miraba sin verla y de vez en cuando llevaba comida a la boca en un movimiento mecánico. Nadie valoraba su vida dedicada al trabajo rudo para cubrir las necesidades. El cansancio del día agobiante contribuía a aumentar la molestia por la severidad con que juzgaban sus debilidades; las de él que se mantuvo alejado de los lugares donde el dinero corría tras las patas de un buen caballo o en las espuelas de un gallo bataraz, que no fue jugador como su padre quien les hizo pasar hambre y nunca se arrepintió siquiera de haber violado a una de sus hermanas.
De él sólo había heredado la inclinación por el canto, el trago y las mujeres, la severidad en el trato a los hijos y la mano fácil para golpear a la esposa. Eso era otra cosa, cosa de machos. Varias veces la había golpeado cuando andaba con ese vino agrio que había perdido la espontaneidad y la algarabía de los encuentros en una guitarreada, que ya no cambiaba como antes el gesto duro por la sonrisa franca y había dejado de ser el amigo de la música y el canto para transformarse en el vino tristón que se apoderó de su voluntad.
La mancha roja en la tierra del patio, cubierta en parte por el cuerpo de Salvador, permanecía en la pantalla que le ofrecían los párpados cerrados cuando intentaba dormir. Ese hijo callado y sumiso finalmente se había expresado con la contundencia que no admite réplica. La tragedia le mostró a las claras que la bebida lo había traicionado. La excluyó de la mesa y borró de su vida los encuentros con los amigos. Permanecía en silencio sin encontrar la forma de soltar las palabras que no sabía pronunciar. Imaginaba que si se acercaba a su mujer seguramente sería rechazado y debería volver a pegarle. Sólo se oía la lluvia golpeando sobre las chapas y el silencio que pesaba toneladas. Ella se había levantado, lavaba los platos mientras buscaba el resquicio que le permitiera romper el hielo. Quería decir algo y con los ojos entrecerrados enfrentaba el revés de las lágrimas escondidas que bloqueaban su garganta. A pesar de todo lo seguía amando. Quería acercarse a él para abrazarlo y besarlo pero eso no le estaba permitido, el hombre era quien decidía cuando debían besarse y hacer el amor. Él se levantó y se fue a dormir. Las palabras quedaron amontonadas en las mentes de ambos como piedras en un embudo, atropellándose por salir y obstruyendo la posibilidad de que al menos una lo hiciera. Al cerrar la puerta de la habitación la abandonó a la insidia de pensamientos tortuosos y a la compañía de los ángeles del mal que festejaban el triunfo, susurrando deseos de venganza. Sola, en la cocina, buscaba mentalmente a ese joven cantor al que todas las chinitas intentaban seducir húmedas de pasión. Casi niña, el zorzal le tocó el corazón y ella se rindió. Recordaba la parva convertida en ara sagrada para la ofrenda sublime de la virginidad que él desfloró sin miramientos provocándole el dolor de la felicidad. Los lonjazos marcaron luego con surcos de sangre su tierno cuerpo de mujer; la semilla que llevaba instalada en el vientre fue desalojada por la comadrona y los deshechos de ese fruto del amor arrojados al excusado. Lo veía enfrentándose con valentía a ese padre que infundía más miedo que respeto y rememoraba los primeros años juntos en la chacra haciendo el amor cuantas veces él lo exigiera. Los hijos que vinieron, crecieron y cuando llegaron a hombres se alejaron enemistados con ese padre intolerante. Sólo el menor se había quedado con ellos; debió haberle dicho que no estaba de acuerdo cuando trajo a su mujer a compartir la otra habitación del rancho. Decidió acostarse y lo hizo casi al borde de la cama; los cuerpos que tiempo atrás la pasión había fundido hasta ser uno podían descansar ahora indiferentes. Hubiera querido ser capaz de sacudirlo para que comprendiera cuánto le dolían esas cosas nunca dichas, lo de la nuera ultrajada y más aún lo de Salvador. Pensó en cobrarse las afrentas y atacar a ese hombre indefenso abandonado al sueño.
Un relámpago iluminó la pared; vio la escopeta colgada y a su Salvador que tomaba el arma y se la ofrecía. Acostó la escopeta en la cama, el caño frío le ofreció la boca que él había besado en el instante final. Abrió los labios y aprisionó con ellos la circunferencia empavonada que aún seguía teñida de rojo por el seco fluido. Su sabor salió a recibir la tibia humedad de la saliva y la sangre de ambos volvió a unirse en un abrazo de eternidad cual renovado parto.
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