LA DULCE ANCIANITA
La plaza estaba como siempre. O quizás, no… las mismas palomas parecían ser las que buscaban lo que le arrojábamos como autómatas, o no, por que nunca conté la cantidad que eran (ni me preocupé tampoco), los árboles nos daban su sombra, la cual era indiferente a la de las tardes anteriores, o no, por que el número de sus hojas variaba de acuerdo a aquellas que caían con respecto a las nuevas que brotaban… era el ciclo de la vida y allí estaba la variedad…
Para nosotros, los que no teníamos ya una función X en la sociedad de consumo, por ser JUBILADOS y nada más. Ir a la plaza era un mero entretenimiento para evitar la soledad del cuarto en el que uno estaba confinado. Los hijos estaban demasiado ocupados en las labores diarias para atender a los viejos que éramos nosotros. Los nietos crecían tan rápido que en un par de años ya desaparecían detrás de una pelota en la canchita de fútbol (si eran varones) y si nó, a presumir a los que estaban en la canchita de fútbol, (si eran chinitas).
Cada viejo tenía su asiento en cada sector de la descuidada plaza barrial y nos engañábamos con el correr de cada segundo mirando la vida pasar en el semblante de las personas más jóvenes que atinaban a deambular por ese espacio semiverde.
Por eso la plaza estaba como siempre, o se asemejaba mucho a tantos otros ayeres transcurridos, hasta que la simpática ancianita se sentó en un banco muy cercano al mío y con una sonrisa candorosa, empezó a mirar todo lo que yo hacía.
Al principio no le dí mayor corte, pero luego de un rato de sentirme observado sin disimulo alguno, mi incomodidad se hizo evidente, tanto que en vez de tirar los maíces para las palomas que acudían a que las alimentara, parecía como que les arrojaba proyectiles a la espera de derribar alguna.
La viejita se divertía conmigo y con mi turbación, así que no me quedó otra que tomar mi bastón, la bolsa con el maíz y resignarme a volver a la oscuridad de mi habitación, con el gris de las noticias macabras de los informativos que daban a esa hora para pintarme un panorama cada vez más turbio y con la idea omnipresente de tratar de calentar las sábanas en solitario para dormir una noche más a la espera de lo que decidiera Dios.
La viejita se acercó antes de que me hubiese alejado y con esa sonrisa de beata me dirigió la palabra:
- ¿Ya te vas, Humberto?, ¿te ha molestado que te observara?.
- ¿Cómo sabe mi nombre? ¿de dónde me conoce? –reaccioné en el acto por que no me era para nada conocida esa anciana, siendo que el Alzheimer aún no me había alcanzado como para no recordarla.
- ¡No, no me conoces, es cierto!, pero yo a ti, sí, sólo quería mirarte un rato, compartir tus momentos de ocio en la plaza, lo que pensabas de las palomas, si eran las mismas de ayer o no, los árboles con sus hojas y todas esas cosas que uno maquina cuando tiene tiempo te sobra para hacerlo…
Me quedé sin habla… ¡esa mujer sabía lo que yo tenía o había tenido en mente!.
- ¿Quién… quién eres?... ¿qué quieres de mí?.
- Así como me vez, soy quien supones que soy…
Ahora me quedé mudo y con la lengua seca colgando a un costado.
- Te he imaginado de muchas maneras… con un atuendo negro, tal vez portando una guadaña, de porte cadavérico en otros casos o simplemente, un atajo de huesos que arrastra cadenas en las que engancha el alma de cada difunto...
La ancianita se rió de buen grado, con una jovialidad envidiable y muy divertida.
- ¡No estás tan errado, Humberto!, por que existen miles de formas y se adaptan para cada ser de acuerdo a como haya llevado su vida, por que al final tendrán lo que han sembrado, ¿no es así, Betito?.
Recordé distintos casos de parientes y amigos que se habían ido recientemente y ningún caso se parecía a otro en lo más mínimo. Miré con fijeza a la buena mujer que se ocuparía de mí.
- ¿Sólo yo puedo verte?.
Asintió sin borrar jamás esa bella sonrisa y por dentro sentí que algo se liberaba en mí.
La dulce ancianita me llevaba con ella, lejos de la plaza monótona, de mi habitación oscura y de la vida que ya no tenía sentido alguno por que mi ciclo se había cumplido…-
|