Las palabras surcan el viento y penetran como navajas, se clavan en los ojos, en aquellas cicatrices que han cerrado; las lastiman y las infectan con su dulce hedor. La ambivalencia del sonido se enmudece al humedecer los labios cuando se presencia una escena trágicamente sarcástica; llena de vida y de muerte, de luz y de sombra que surca los parajes malditos de la vida que se lleva, que se tiene, que se gana y que se pierde. Es como si nunca supieras respirar y te sofocas en tu mismo aullido pidiendo auxilio, pidiendo ayuda y misericordia ante esas miradas obtusas que se pierden en tu carne, en tus curvas, en tu mirada que se desvanece poco a poco. Has cruzado el limite de la locura, un estado enigmáticamente perfecto que recurre a los estatutos de la misma cordura, lo que se pierde al buscar la violencia que corre en esta sangre maldita que te llena de ira, de coraje, de miedo y de angustia que te empujan a callar las voces que se encuentran en esos abismos de fuego fatuo que circundan mis haberes y mis misterios que son tinta en muerte y silencio en vida. Las puertas están abiertas y me encuentro a la entrada de las mismas, un pie dentro y un pie fuera; musito es el silencio que ensordece estos parajes en donde el mismo silencio es el sonido que acompaña mi caminar incierto a través de los parajes de muerte y de destrucción.

Protervo sea el nombre que pronuncio entre dientes, lo blasfemo y lo callo para siempre; lo encierro en mis profundidades y lo aseguro con un cerrojo en mi alma; alma que pende de un hilo siniestro lleno de sangre. Acalla las voces, siembra la peste, este es el caos.