Si alguien se pregunta porque ya casi no queda nada sobre la tierra, les contestaré que fue por nuestra culpa. Nosotros encontramos al Yohualtetzahuiticutli, señor del sueño. Lo sacamos del río, tieso como tabla e hinchado. ¡Lo habíamos encontrado; no podíamos dejarlo ahí! Ramón y yo no vimos un rato, cada quien sacando sus propias soluciones. Después de darle vueltas a lo bruto nos decidimos por la salida más fácil, aunque no la menos sencilla: jalar con él.
Apenas lo pudimos arrastrar hasta el camino y de allí todo derecho hasta llegar a la ciudad. Estaba tan empapado que la tierra por la que pasábamos se volvía lodo y unas tres veces el suelo se convirtió de plano en fango. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de su poder. Cosa que tocaba, cosa que se tragaba. Afortunadamente nosotros lo llevábamos arrastrando de unos como pellejos que le colgaban. Luego de andar un rato, no sólo tenía agua dentro, sino barro y grava, y mientras más lo arrastrábamos más iba jalando hierbas y piedras y camino. A ramón se le ocurrió la idea de meterle unos troncos abajo, Así, me dijo, nomás lo rodamos. La idea me pareció buena. Entre los dos lo levantamos un poco. Ciertamente fue difícil sujetarlo con precisión para alzarlo. Logramos poner los troncos, pero el ingenio nos duró muy poco, pues se tragó los troncos y más camino. Ahora estaba lleno de agua, yerbas, tierra, piedras, y troncos.
En esa estábamos cuando vimos acercarse en dirección contraria don Menéalo, montado en su bicicleta chirriante, una bicicleta con una lustrosísima campanilla que hacía tan tan y tin tin o ton ton y también hacía tun tun si mal no recuerdo. Ramón y yo vimos horrorizados a don Menelao. No podíamos dejar que pasara encima de aquello. El hombre nos miró desde su rara postura de hombre/bicicleta y sin hacernos mucho caso nomás alcanzo a decir “cómo están mucha” y el “chos” se fue para adentro del cuerpo del señor del sueño con todo y tantintontun de su bicicleta chirriante que tanto nos gustaba.
Ya ni modo— me dijo Ramón tratando de hacerse el valiente.
Pues sí, ya ni modo— le contesté.
Seguimos el camino, aquello ahora no sólo pesaba más, sino que hacía un sonido extraño y molesto. Ya costaba trabajo agarrarlo, de vez en vez se nos iban las manos dentro, así que nos inventamos unos ganchos con unos alambres que hayamos por casualidad. Pasamos por los charcos y se zampaba los charcos, pasamos por los columpios y se llevó los columpios, llegamos a la iglesia y, bueno, allí de plano nos detuvimos. Se había comido la iglesia. Ramón y yo nos volvimos a ver como tarugos. Ahora sí se puso la cosa fea, me dijo, ¿y si el padre estaba dentro? Y con cuidado acerqué mi oreja a aquello para ver si podía escuchar al padre rezar sus poderosos sermones sobre las cosas malas que hacen los niños. Oía sólo la campanilla de la bicicleta de don Menelao. No está, repuse.
Yo ya no puedo dar un paso más, respingó de pronto Ramón, y sus ojos como de canica comenzaron a brillar. Ya me cansé, terminó. Se fue a sentar a uno de los cimientos que quedaron de la iglesia y yo no tuve más remedio que seguirlo. Mientras estábamos sentadotes allí, pasó doña Moni con el mandado, llevando a rastras a Pepi, su hijo, un niño caprichudo y mugriento. Vimos la bolsa dar piruetas en el aire y caer para desaparece dentro de la barriga del señor del sueño. Ramón, alarmado, fue a ver si escuchaba algo. La oyes pregunté; Pepi está llorando, me contestó. Ah, entonces están bien, le dije.
y me volví a trepar en el cimiento.
Luego de un rato, Ramón dijo alarmado, qué vamos a hacer, e iba a decirme otras cosas, pero un ruido de metales lo calló. Había sido el herrero que se iba dentro y los fierros que llevaba habían chocado entre sí antes de caer también ellos.
¡Tenemos que quitarlo de aquí!— gritó Ramón— sino todo el pueblo se va echar dentro y se van a enterar de que fuimos nosotros quienes lo sacamos
Pero ya ni lo podemos agarrar— dije yo
¿Y los ganchos?— me pregunto mientras veía el modo de mover al señor del sueño
Creo que los he perdido.— contesté un poco asustada
Entonces Ramón puso una carota de señor y se sentó junto a mí muy enfadado. Pasados uns instantes, dijo de repente como iluminado por una gran idea: ¡Hasta ahora, puras cosas pesadas se han ido dentro, y por consiguiente, esto pesa; por lo tanto, si le metiéramos cosas ligeras, igual pesaría menos y lo podríamos mover. Debo confesar que en un principio la idea era brillante; así que fuimos a nuestras casas a traer todo cuanto fuera ligero.
Cuando regresamos, nos topamos con la mala nueva de que ya medio mundo había caído. El cartero con sus cartas, doña Matilde la costurera con sus costuras, unas gallinas con sus pollos, el relojero con sus relojes, el albañil, el mecánico, carnicero, el ladrón, y el cura. Ya no podíamos hacer nada.
Ay, pero qué no lo ven— pregunté alarmada
Me temo que no— dijo Ramón
Como había que moverlo, quitarlo del camino y llevarlo a casa donde no podría tragarse a nadie más, pusimos en práctica el plan. Montones y montones de cosas ligeras: plumas, aserrín, algodón, polvo, hojas de papel china. Luego de consumir todo el día en eso, nos dimos cuenta con mucha tristeza que el señor del sueño no sólo pesaba más, sino que ahora había adquirido un color pastoso y desagradable, sin contar que olía bastante mal.
Podríamos intentar sacarle algunas coas de dentro, dijo Ramón de pronto, notablemente nervioso. La idea era también brillante, pero yo, un poco más precavida, reflexioné. Pero podríamos caer dentro también nosotros. Es peligroso.
Nos volvimos a subir al cimiento que quedaba de la iglesia, desconcertados y aburridos, y para cuando se hizo de noche, estábamos discutiendo. Ramón me decía que todo era mi culpa porque no lo había agarrado bien, y yo le decía lo mismo.
En el transcurso de la noche, cayó dentro un zorro, un perro un gato, tres ratas, un grillo, el carpintero y su esposa, el jornalero con sus jornales, una hoja que el viento arrastraba, yo le aventé un lápiz que llevaba en la bolsa y ramón una vara. Cayó además, un perico. Sí un perico cosa extraña.
Mientras estábamos sin hablarnos y sin hacer nada, vimos como aquello se tragaba a medio mundo. Ramón advirtió que comenzaba a crecer.
Esto en serio va mal — dijo asustado— de quién fue la idea de sacar al señor del sueño
Mía, mía — respondí con humildad— pero tu me ayudaste. Eso te hace cómplice y copartícipe
Co, co, co… qué
Mira, lo que tenemos que hacer es buscar la manera de que deje de tragarse las cosas
Pero cómo
Pues no sé— Y volvimos a las mismas.
Ante nuestros ojos y sin poder hacer nada, aquello se fue llenando de más y más cosas. Ya habían caído todos los árboles y las ardillas, las flores y los caminos, la ciudad vecina, y nuestro pueblo, nuestras casas y nuestras familias, mis juguetes, y los juguetes de Ramón, su bicicleta y mi juego de té. La cosa se acercaba peligrosamente. La noche estaba estrellada. Y el señor del sueño era ya tan grande que por unas partes alcanzaba el cielo. Cayeron las estrellas y la luna y lo negro de la noche, pero no por eso se hizo de día. Se cayó el horizonte, por lo que no pudimos ver más allá que una especie de muro formado por aquello terriblemente hinchado. A nuestro alrededor todo había caído. Por la desesperación, me abracé a Ramón y él se abrazó a mí. Uno de mis zapatos cayó dentro y noté que ramón tenía más miedo que yo. Qué te pasa, le pregunté. Pero no me pudo responder. Sus ojos de canica se llenaron de lágrimas. Yo, sin advertirlo, ya estaba tan cerca de él que podía escuchar su corazón reventar de miedo. Nuestras respiraciones se confundían y se alborotaban, porque aquello nos había alcanzado finalmente. El señor del sueño había alcanzado todo. Sentí Frío, Cerré mis ojos y caímos dentro.
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