Allí donde se encuentre tu tesoro,
estará también tu corazón.
San Mateo, 6:19
A Mónica González Díaz
Un día cualquiera uno toma una avión hacia ningún sitio. He pensado mucho en la gente que conoce
los aviones de vista y los mienta todavía como seres fantásticos que, cuando se ven, es necesario sacar
cámaras de fotos y decirle a los hijos mira el avión el avión, para que los niños se maravillen con esos
artefactos. Me ha tocado conocer a otros que simplemente al escuchar el estruendo de los motores se
persignan o lanzan alguna maldición. Incluso ha habido caso de aquellos que se han construido lanzas
especiales para arrojárselas. Y aún más, yo conocí a un famoso cazador de aviones que iba de pueblo en
pueblo y de ciudad en ciudad ofreciendo sus servicios, montado en un pobre burro viejo, derribando
aviones. Nunca he visto caer alguno, pero mi padre me decía que en su época todo era más fácil. No sé
a qué se refería, pero seguramente en su época las aviones, simplemente alzaban el vuelo para caer unos
metros adelante.
En definitiva imagino a las personas que nunca se han subido a una avión. Cuando lo hice por
primera vez, me decepcioné un poco. Nada fue como lo hube imaginado. Las azafatas no eran lindas y
no se dieron encuentros casuales que cambiaran mi vida. Y si el avión cayó, porque se derrumbó en
pleno vuelo y vino a dar a esta inútil isla, el acontecimiento fue de lo más simple. Algunas personas
suspiraron y otras de plano se dieron la vuelta sobre sus asientos y esperaron con calma. Naturalmente,
el único sobreviviente fui yo, era de esperarse. Cómo sucedió no parece tener importancia, hubo una
turbulencia esporádica y después yo estaba quitándome el cinturón de seguridad y bajando con calma
de los pedazos de avión restantes a una soleada y desenfadada isla perdida. Había trozos de gente por
todas partes, piernas, brazos, caderas, tripas y cabezas aún con el gesto de ¡caray, el avión se cayó!
Un acontecimiento así pudio haber sido trascendental. No siempre caen aviones a la mitad de la nada.
Yo incluso llegué a pensar en su funesta solemnidad gravitacional, pero rápidamente me despojé de tan
absurdos e inútiles pensamientos.
A diferencia de lo que se ve en las películas, en una isla de buenas a primeras uno no se convierte
en Robinsón Crusoe, ni aprende de los animales y mucho menos logra comérselos. Ya quisiera atrapar
a un escurridizo pez. Tampoco logré hacerme de una simpática casita de palmeras, ni di con alguna
confortable caverna. Así que me metí entre la chatarra del avión que aún conservaba dos o tres asientos
mullidos y tapizados y un poco de comida que se echó a perder en pocos días.
¿Qué se supone que deba hacer uno solo en una isla desierta? Sobrevivir, quizá resulte demasiado
sencillo. Y aún así lo hice, aunque debo anotar que sin mucho gusto y sin verle lo necesario. Así, me
comí primero los desperdicios del avión. Y cuando ya no había más, me comí los restos todavía buenos
de mis compañeros de vuelo y cuando me los hube terminado, comencé a comerme el avión mismo.
Sólo dejé dos o tres láminas para cubrirme.
Una tarde mientras intentaba convencer a un cangrejo de la nobleza del suicidio, se me vino a la
mente la idea de comenzar a rezar. No lo había hecho desde hacía mucho y el escenario era el idóneo.
Despedí de un puntapié a mi necio amigo crustáceo. Me eché de rodillas y comencé a pedir, porque
después de todo orar no es más que pedir y Dios debe ser el más grande dispensador. Pero entre los
formulismos malintencionados y las ruinosidades retóricas, caí en cuenta que después de todo no había
nada que pedir, ni para qué orar. Así que me regresé a mi avión e invité a otro cangrejo a charlar
conmigo. Platicamos un buen rato acerca de lo que era el tiempo. Y mi amigo levantaba una tenaza
gorda cuando estaba de acuerdo y una chica cuando no lo estaba. Así ambos discutíamos
acaloradamente. Yo me quebré la cabeza intentando convenserlo de la inexistencia del presente y la
realidad sustancial del pasado. Y él simplemente se quebró de aburrimiento y de su concha rota salieron
diminutos cangrejos que se desperdigaron sobre la arena entre risas.
Las noches han sido buenas. A veces lloro, algo me hierve dentro del pecho como una llama negra
y pienso en un nombre insustancial y verde. Qué será. Por las mañanas, me espera otro cangrejo y yo le
cuento de lo inútil que es el hombre estando solo. Él me mira con sus ojos de canica y chapucea por su
hocico poligonal alguna burla marina en mi contra. Pero aun así le continúo hablando.
Habían pasado muchos meses desde que devoré a mis compañeros. Y quise aprender a cazar. Y
cacé algunas piedras que en las islas, en realidad, no son abundantes. Me las comí, tomé un poco de
agua de mar y me eché a dormir. Para entonces el viento había picado la techumbre que me hiciera con
las últimas laminas del avión, así que no tenía de otra salida que enterrarme sobre la arena y dormir.
Un día apareció un barco. Le hice señas desesperadas sin motivo alguno. Enviaron una barca por
mí. Al llegar a la cubierta, un sombrío capitán se me acercó cacareando un discurso incomprensible.
Bien venido al crucero suicida, dijo. Y dio orden a un grumete de que me condujera a una habitación
vacía. Y allí me quedé, hasta que en la noche, el sombrío capitán comenzó a decir, sin más y sin aviso
ni cortesía, que en mi situación el pensaría en escoger alguno de los paquetes que ofrecía el crucero.
Comprendí entonces que su benevolencia, que nunca pedí, pues ya he dicho que no sé cual fue la razón
de haber llamado al barco, hubiera sido una treta para venderme algo. Tomé mi persona, me eché al
mar y regrese a mi isla, donde ya me esperaban mis amigos cangrejos con las tenazas abiertas.
Desde la última vez que pasó el crucero cerca de la isla han ido apareciendo nuevas oportunidades de
rescate. Han llegado helicópteros, submarinos, incluso unos astronautas me vieron desde la luna hablar
con un cangrejo. Pidieron que se mandara un explorador espacial por mí. Pero yo me negué. Me había
acostumbrado a mi condición. Incluso, cuando los primeros cartógrafos me pidieron que reconsiderara
mi reintegración a la vida civilizada, yo dije no quiero. Después llegaron ingenieros civiles y me
ofrecieron un auto, pues construirían un puente que uniría China con mi Isla. Yo les dije ¡no quiero!
Luego vinieron los camiones y construyeron un aeropuertos y casas y gente de muy lejos llegó y yo
seguí inamovible en mi pedazo de playa. Lo que me dolió fue que una mañana no había ningún
cangrejo, Todos había ido a trabajar a las fábricas que habían traído los camiones que había llegado por
el puente que habían hecho los ingenieros civiles a partir de las primeras lecturas cartográficas de los
primeros cartógrafos. Se habían ido a trabajar y no los vi más. Entonces comprendí que estaba sólo que
era un náufrago impotente, varado y solo. Me acerqué a la playa, llevando en el pecho una llama negra
y un nombre insustancial y verde, para hacer señas desesperadas al horizonte, con la esperanza de que
algún barco ocasional pasara y me sacara de esta soledad.
Verano, 2009
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