Antes, en Chiloé, como en muchos lugares de raíz rural (¿qué lugar no lo es?), existía un oficio exclusivo para quienes hacían las tejas de las casas: los tejeros. Estos tipos se adentraban en lo más alto del monte para ir a buscar alerces y faenarlos allá mismo con típicos inventos ingeniosos. Requerían, eso sí, de una dedicación tremenda y un sentido casi bíblico del sacrificio para llevarlo a cabo, por su dificultad y las condiciones en que se daba.
El ascenso, marcado por las lluvias torrenciales que nunca ceden, los llevaba a bosques semi escondidos en la montaña, que iban botando pacientemente a punta de hacha. Luego de cortarlos, abrir con las manos las cuñas de tablas, pulirlas con cuchillones, y secarlos en unas especies de rucas campestres hechas con la misma madera, los cargaban al hombro durante un par de kilómetros hasta llegar a algún río. Hay que dimensionar que se trataba de una montaña, con barro, lloviendo, con piedras sueltas y unos 35 kilos o más de madera sobre la espalda, en descenso. Los alpinistas siempre han dicho que lo más difícil es el descenso por sobre la creencia popular de la subida como lo más complicado; entre otras cosas porque en el descenso ya vienes muerto y la gravedad te incita constantemente a caerte o resbalar.
Los tejeros cargaban toda la madera a pie hasta llegar al río. En él juntaban con amarras todas las tablas para armar una especie de balsa, en la que se subían haciendo equilibrio y sin más que un palo largo como soporte para evitar caerse y tener algo de control sobre la frágil embarcación. Así navegaban 40 kilómetros hasta la desembocadura en el mar. Por supuesto, un río bajando de una montaña es lo que habitualmente se conoce como un rápido. El agua toda furiosa, las rocas y la velocidad de la balsa endeble era sorteada con la determinación épica de un campesino equilibrándose arriba, como inspirado por un instinto ancestral de supervivencia.
Hoy en día ya no resultan necesarios porque la construcción de las casas está mediada por grandes consorcios, que de hecho las hacen de otra forma (sin usar tejas). Los tejeros, como tantos otros, han migrado a las ciudades y se han convertido en pobres convencionales, viviendo quizás en campamentos si es que han decidido habitar ciudades más pobladas, o se han conformado con ser pobres de pueblo chico, generalmente encarnando estereotipos de borrachos sencillos que lentamente esperan la muerte sin mayor impaciencia o aspiración. Cuando a veces me pregunto cuál es la inclinación en valorizar estas expresiones humanas, el por qué de la notalgia, sólo puedo responderme lo mismo que siento cuando pienso en los alacalufes.
La nostalgia surge por la sensación de pérdida de algo que considerabas bueno. ¿Por qué eran buenos los tejeros, si la instrumentalización de sus actos ha sido reemplazada por una más eficiente? Porque los significados cambian. Lo que antes era un esfuerzo y representación de una tozudez por vivir y adaptarse, un ejemplo casi de fábula sobre superación y épica, ha mutado en un negocio de bajos intereses, que de hecho encarna los valores contrarios (donde había esfuerzo mancomunado, hay individualismo feroz). Lo realmente curioso comienza cuando te das cuenta de que los valores asociados a estas actividades exceden de lo que uno pudiese pensar de ellos a priori. Por ejemplo, nuestra idea -asentada en la experiencia- nos lleva a decir que un tejero, o un campesino, puede tener más accesos de bondad o empatía que un empresario. ¿Es el campesino un ser humano más noble que un citadino? La idea de que eso pueda llegar a ser cierto es a lo menos perturbadora.
No creo que el campesino sea un estado superior del hombre, si consideramos superiores valores como la bondad o la consideración de un tercero. Creo que por socialización -tipo y grado de socialización- tienen mayor disposición a la ingenuidad y transparencia en algunos temas; aunque también de maldad (ahondar en esas ideas excede el sentido de lo que hablo ahora; hablar por ejemplo del incesto en el campo, o el homicidio en las comunidades rurales, mucho más naturalizado que el homicidio en la ciudad). En concreto, la pérdida de tradiciones como los tejeros, la fabricación de chicha y otros, representa la pérdida de idiosincrasias que son reemplazadas por sistemas eficientes y globales de acceso a la experiencia (una multinacional para hacer las casas, una multinacional para hacer los jugos). Esto mismo explica la tendencia a la uniformización y sensación de desarraigo y pérdida de identidad, que son elementos esenciales en la crisis de sentido que ha caracterizado al primer mundo desde mediados del siglo XX hasta ahora.
Es llamativo considerar que pese a todo, lo que estoy diciendo es un discurso bastante asumido en nuestra sociedad. No de forma explícita, pero sí de forma velada. La uniformización, el desarraigo, se han manifestado en inclinaciones casi fanáticas por manifestar la diferencia y la identidad propia; o sea, han fortalecido aún más la necesidad vigorosa del individualismo (como bien menciona Helena Béjar). Quizás una forma de sortear un mejor destino sea el arraigo por sobre el desarraigo, o quizás no. Yo al menos no tengo claridad en aquel tema -quizás no tengo claridad en ningún tema-, sólo intuiciones confusas entre medio de ideas muy poco determinantes (demasiado enmarañadas con otras cosas, como puede deducirse de todo lo que he escrito antes).
De lo que sí me puedo dar cuenta es que muchas actividades que antes eran profundamente significativas, hoy en día encarnan sentidos mucho más intrascendentes. Escalar una montaña y bajar un rápido para un tejero representaba la forma de sustentar a su familia; lo hacía para sobrevivir por medio del trabajo: no hacerlo era un lujo. Ahora en cambio, es un pasatiempo, y de hecho los pobres no lo hacen, sino aquellos que tienen los recursos para sustentar estas actividades (alpinismo, rafting); y como su opuesto, es una forma de evadir la sobrevivencia y vacacionar: el lujo es hacerlo.
Este reemplazo paulatino de los significados para mí representa una gran pérdida, y por lo mismo me evoca profundos sentimientos de nostalgia (inclinaciones que no intentaré explicar). Es como talar bosques de araucarias milenarias por sembrados de árboles trasgénicos para papelería. Siguen siendo árboles, pero ya no son los mismos.
30.10.09 |