La voz era turbia, empañada, como si fuera con hache. Los ojos indescifrables. Y las manos roncas.
Entonces supe que la vida puede variar en un segundo.
Y seguí adelante con cualquiera de las otras vidas, comprando el derecho de olvidar preguntas que perdurarán vacías o mentidas, con dos monedas que me absolvían de ser indiferente.
Pensé que la vida nunca es incoherente, que la esperanza no hace caminos, sino que es sólo la posibilidad de que la realidad sea diferente. Pensé que nada era dos veces o igual dos veces.
Todos los días arranca un subte y mil posibilidades quedan atrás, se postergan o cualquier otra cosa, pero ya no, aun cuando siempre todavía y el mañana sea más largo que ayer que siempre tiene número.
Pero igual me afligía la idea. La vida puede ser otra cosa en un segundo. Pero cada segundo es la vida, que no fue tantas otras cosas. Y cada uno ignora que yo no lo maté porque no estuve loco, o que no cualquier cosa, porque no o por cualquier otra razón, o tal vez no lo ignora pero soy parte de una duda que no resolverá jamás. Porque quién cuenta las posibilidades que no fueron probables. Entonces supe que puedo ser un asesino, o que el día 23 tal vez esté en una sala internado de apendicitis, o que la intrascendencia de mis almuerzos sea un rastro monótono, o que podría casarme con la rubia del asiento de atrás o haber nacido caballo o decir dentro de diez años quién se iba a imaginar que fuera a ser Presidente; yo que un día que andaba asombrado de todo, creo que escribí una cosa parecida; yo, yo diaria sorpresa.
Ineludible ahora y aquí.
Yo soy el siempre y a veces no me sorprendo, y otras caigo en la cuenta de la casualidad.
JORGE LEMOINE Y BOSSHARDT
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