Nunca, en mis veinte años de vida profesional, había ocupado un cargo público. Hasta entonces, sólo vivía dedicado a ejercer mi profesión de abogado, trabajando como un rey en esa que fue mi oficina, ubicada en el segundo piso de la histórica Plaza San Martín, en el centro mismo de la capital, en Lima.
Mi oficina dio cabida a muchas personas que transitaron, en su mayoría preocupadas para les resuelva problemas de diversa índole, divorcios, testamentos, desalojos, cobros de dinero, y recibir otros sabios consejos de orden familiar. Claro que yo gustoso, acertaba a dar en el punto.
Mi presencia causaba respeto y siempre recibía miradas de gratitud de parte de mis clientes y colegas con los que solía encontrarme en el "pasillo de los pasos perdidos" del Palacio de Justicia.
Recuerdo que hasta el portero, siguiendo al pié de la letra las indicaciones que le di para su jubilación, llegó a cobrar una suma formidable, que le permitió pagar su hipoteca y salvar su casa de las garras de un usurero.
Era una parte de mi vida que disfruté intensamente. Pensándolo bien, seguramente se debió porque nunca tuve que rendir cuenta de mis actos a ningún jefe que estuviera vigilando con lupa, cada paso mío. No tenía ataduras y eso resulto lo mejor que me pasó en aquella época.
Muy pronto, esa etapa llego a ser superada por otra que ni yo mismo imaginé. Se me presentó, repentinamente, cuando a la hora de salida, Eva, la practicante de mi Estudio, a quien orientaba sus pasos en el quehacer de los litigios, me presentó a su hermano quien había sido recientemente nombrado Director del Ministerio de la Salud . Se llamaba Eddie Falcón. Las buenas referencias que su hermana le había hecho de mi persona, pesaron como plomo, para que me ofreciera el cargo de Asesor Legal en el área de salud.
Impresionado por la noticia, -que por unos instantes me dejó congelado en pleno verano-, le respondí que sería un placer aceptar la oferta.
Pensé, y con toda razón, que ser funcionario público significaría una experiencia más en mi vida profesional. Tenía que saborear lo novedoso de estar sometido al rigor de un horario, bajo la dirección de un jefe. Me sentía raro, pero feliz.
El primer día que me presentaron a la secretaria y me instalé en mi nueva oficina, me pareció estar en un barco, en donde todo se movía. Todavía no era consiente de la gran responsabilidad que tenía en mis manos. Mi mente todavía andaba flotando por los alrededores de mi oficina de la Plaza San Martín.
Conforme iban pasando las semanas dominé la situación, llegando a pisar firme. Mis objetivos se tornaron claros en medio de ese enmarañado mundo de la administración pública.
Descubrí que los directores -a pesar de la crisis económica que atravesaba el país- no sólo gozábamos del elevado sueldo mensual, sino que existían ciertas gollerías que daban encanto a nuestras vidas: carro oficial para uso exclusivo, víveres, vales para consumo ilimitado en el comedor del ministerio, vales de compra en diversos almacenes y acceso a un club privado.
Nunca acepté ningún halago inmerecido ni tampoco regalo alguno, de los muchos que a diario dejaban en la oficina. Margarita, mi secretaria, sabía lo que tenía que hacer con todos los paquetes. Devolverlos en la misma forma en que venían. No hubo manera en que terceros compraran mi voluntad. En otras palabras, no me vendía por un plato de lentejas.
Una tarde en que me encontraba en la cafetería del trabajo, se me acercó un colega.
- León, no te olvides de asistir a la reunión de Directores, para tratar sobre el aumento de nuestros sueldos. Necesitamos tu voto. Es lo que a todos nos conviene para beneficiarnos con un dinerito extra. Comprenderás que este trabajo es pasajero, no sabemos qué pueda venir en el futuro. !hay que asegurarse!.
Me sobrecogí con esta noticia. Un sabor amargo se apoderó de mi paladar.
A la hora indicada, el pleno de los altos jerarcas estaban sentados en el salón de conferencias, mostrando una encantadora sonrisa por los acuerdos que se tomarían en beneficio personal.
Vivanco, el más antiguo de los Directores explicó las "poderosas razones que existían para acordar un aumento de sueldo". Esas razones, eran, entre otras, "la gran responsabilidad que pesa en cada uno de los jefes, de tomar decisiones y asumir con lealtad el trabajo encomendado, a favor de la salud de los ciudadanos".
Intervine para formular una pregunta razonable al doctor Eddie, quien presidía la reunión.
- Dígame doctor ¿de dónde se va a recaudar el aumento previsto en los sueldos de cada Director?.
- Amigo León, esa respuesta se la paso a Vivanco, nuestro Director de Economía, quien es el artífice de las finanzas en este Ministerio.
- Vivanco se levantó y antes de responder se pasó un pañuelo por su frente sudorosa, enrollando como acordeón, las mangas de su camisa negra. Ya mas cómodo, dijo
-es necesario aumentar el costo de las medicinas que se venden en las farmacias de los diversos hospitales del pais. Ese incremento, será el que sirva para cubrir el aumento de sueldos, a favor de los veintiún directores".
Apenas terminó, se dejaron sentir los efusivos aplausos en toda la sala y uno que otro !viva Vivanco!, el genio de los números!.
La euforia del ambiente, me hizo recordar a los famosos golpes de Estado en donde el tirano, insuflado de poder, gozaba con el reparto de los cargos a favor de los que servilmente lo aclamaban y vitoreaban.
El doctor Eddie se levantó y con voz solemne anunció "señores, ahora que todos están informados sobre el tema de la reunión ha llegado el momento de la votación para ver si se aprueba o no la propuesta. Levanten la mano quiénes están de acuerdo".
Todos lo hicieron, menos yo. Estaba totalmente indignado que estuviera sucediendo eso a costa de tanta gente enferma, debilitada por el dolor y con apenas unos centavos en el bolsillo.
!Cuantas veces había visto cómo, a duras penas, llegaban cientos de anémicos, mendigando medicinas e implorando por un doctor!
Cuando todos notaron mi abstención, me lanzaron una mirada que me laceró el cuerpo como clavo caliente.
Pese al júbilo que embargaba en ese momento a todos los Directores, la decisión final estaba en mis manos. Mientras no tuviera mi firma, el acuerdo plasmado en ese papel oficial, sólo sería nada más que una ilusión.
Al día siguiente, uno que otro se acercó para convencerme.
Me di cuenta que por esos días varios directores habían estado rondando mi oficina como gavilanes al acecho de su presa. En el fondo, lo hacían para preguntar a Margarita si había terminado por firmar el "documento del aumento".
Esa misma tarde, tomé una decisión que cambiaría el rumbo de mi destino. Redacté un documento en donde me negaba rotundamente a dar pase libre a ningún aumento de sueldo. Las razones expuestas eran contundentes. Cualquier funcionario de mediana inteligencia quedaría plenamente convencido del abuso que estaba a punto de surgir.
Finalmente, lo hice llegar al propio Ministro y a los demás directores.
La noticia se difundió llegando a los oídos del temible sindicato de trabajadores de la salud, quienes habían estado ajenos de todo lo que acontecía entre los "encopetados", así era como ellos llamaban a los Directores.
Apenas lo supieron, los enardecidos líderes se volcaron a los patios para reclamar contra "tan violento ultraje a la salud". Emplearon su fuerza de lucha para impedir que los Directores se dieran el gusto.
Recuerdo cómo, desde la madrugada, tomaron sus lugares en los amplios patios de entrada, esperando el desfile de los autos oficiales de cada Director. Apenas hicieron su aparición los carros de Eddie y Vivanco, hubo una lluvia de huevos, tomates y carne descompuesta, contra sus rostros. Lo mismo sucedió con aquellos que le seguían en la fila. Todos fueron embadurnados con los desperdicios de comida, sacada de los basurales.
Se les negó la entrada. A cada encopetado no le quedó mas remedio que dar media vuelta y salir a las calles, escapando como ovejas descarriadas.
El momento crucial sucedió cuando me tocó el turno de ingresar. Apenas me vieron, escuché un grito violento.
- Es León, !cuídenlo!. !Protéjanlo! !Es nuestro hombre!. Estaba listo para emprender mi retirada pero sorpresivamente sentí que varias manos vigorosas me levantaban por el aire, paseándome en los hombros del hombre más robusto, como quien lleva un trofeo alrededor de una plaza de toros. Comprendí que era una forma de expresar la gratitud de los trabajadores a la valiente gestión que estaba realizando en contra de un hecho injusto.
Fui ovacionado como rey.
- !"Que viva León!. Su rugido nos llena de fuerza para impedir el abuso de los gavilanes que quieren vivir a costa de los indefensos!".
Gritos como estos se vociferaban en todos los ambientes del Ministerio. Yo me uní a la causa de esa protesta contra el abuso.
Esa actitud de valentía, como era de esperar, tuvo su precio. Me gané el desprecio de todos los encopetados, incluyendo a Eddie Falcón, quien me había llevado de la mano hacia ese cargo. Tuve que tolerar, durante varios meses, el desprecio, el aislamiento y los insultos que me hacían llegar por el celular.
Conforme la brecha se hizo más amplia entre mi jefe y mis colegas, que no me perdonaron mi rotunda negativa a firmar el vergonzoso "acuerdo del aumento", sentía un amplio apoyo del sindicato. Cada trabajador me daba palabras de aliento a seguir adelante con mi brillante trabajo.
Era un deleite ver desde mi ventana las frecuentes marchas de protestas que hacían para presionar al Ministro sobre estos abusos. El ambiente se puso muy tenso y yo quede completamente marginado de mis colegas. No me miraban, ni siquiera me dirigían la palabra.
Han pasado cerca de cinco anos desde esas inolvidables jornadas de acaloradas protestas. Yo no me rendí, al contrario, aprendí a cultivar mis principios, y a sobrevivir en medio de tanto cuervo que quiso picotearme durante el año que subsistí en ese cargo.
El destino me tenía aguardando una sorpresa a la vuelta de la esquina. Me convertí en el líder de los trabajadores y ellos mismos fueron quienes me lanzaron como su representante ante el Congreso.
Ahora me encuentro escribiendo estas líneas, rememorando esos días de infatigable labor de lucha contra los "encopetados", desde el escritorio de mi oficina. En frente mío hay una placa que dice "León Cisneros, Congresista de la República".
Los que fueron mis colegas no lograron el aumento de sus sueldos y todos ellos fueron retirados de la administración pública, incluyendo a Eddy Falcon.
Cumplida mi labor, en unos dos años más, volveré a refugiarme en mi propio escritorio, que espera por mí, en el segundo piso de la Plaza San Martin a seguir con mis labores de abogado independiente.
Eva, mi antigua practicante, es ahora mi actual secretaria en el Congreso.
Ella y su hermano siguieron caminos indisolubles, como lo son el agua y el aceite.
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