Revientan, como gotas de lluvia al estrellarse con el suelo. Les clavo los dientes; las muelas, los colmillos, les doy con todo. Ensarto una por una en el tenedor y me las llevo a la boca. Voluptuosas, rojas y húmedas, una por una vierte su frescura en mi paladar, adormeciendo ligeramente mi lengua con las punzantes proteínas de las semillas. Mastico sus carnes jugosas de un solo lado, como acostumbro, del lado derecho. Las introduzco en mi boca y juego un poco con su forma oval, les arranco dolorosamente el pecíolo que hubo de sostenerlas al racimo y a su savia nutritiva. No más, ya están muertas. Una más, le clavo con desprecio un diente del tenedor y a la boca, hago presión con la lengua y las paredes internas de las mejillas y la hago explotar entre mis dientes y el paladar, revienta toda. Su pequeña venganza es silenciosa, ni siquiera gimen. Son sus semillas las que luchan por vivir y al masticarlas liberan el amargo gusto protector de su enzima.
Ebrias de agua y brillantes uvas, ya se terminan, sólo me queda un par en el pequeño plato de plástico. Sigo clavando mis dientes en ellas y estallan en un crujido variable. Primero la piel y el metacarpo y por fin, las semillas, truenan y repiquetean al ser molidas muy atrás en mi boca… y me las trago.
J. Efrén Olvera S.
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