Esta tarde es lluviosa, ya sabes, esa ruidosa crepitación que tiene sus mañas y sabe ponerme eufórico. Adivinaste, estoy encerrado en mi cuarto, acompañado de la taza de siempre, el café de siempre, la silla de siempre. Hoy estaba recordando la tarde en que decidimos mojarnos hasta que la ropa se nos colgara del cuerpo, chorreando. Fue divertido aunque a la postre resultó poco saludable, sobre todo para ti que nunca has sido muy resistente a las mojadas. Pero bueno, me acordé de ti y sobre todo de tus labios, ebúrneos e indulgentes, siempre tan magnánimos con este mendigo, tan dulces; siempre o casi siempre a la mano y tan indispensables en las tardes de lluvia como esta, que para colmo te disgustaban.
Tu boca era callada. Una mano, un dedo autoimpuesto sobre tus labios los silenciaba. Shhht. Silencio. Después del silencio, nada. Sólo los besos, nuestros besos –casi nada-. Tu boca sabía quedarse cerrada, sin dibujar una sonrisa ni repartiendo llamadas, tu boca era callada. Pero también, en días como esos, discurrías larga y amargamente sobre lo molesto que te resultaba tener que caminar de puntitas entre los charcos de agua, haciendo equilibro, brincando de aquí para allá, todo para que a fin de cuentas terminaras mojada hasta las rodillas y con los cabellos brunos enredados en una caótica fiesta en tu cabeza. Un paraguas habría sido práctico pero no era tu estilo. Ah pero tus labios de puchero eran muy de mi agrado, se me antojaban y tú lo sabías. Sabías casi todo, por eso te gustaba estar conmigo, era un tipo predecible, manejable y fácilmente manipulable.
La cosa nunca terminaba ahí, tú te acercabas, húmeda y tibia, con un vapor silente emancipándose de tus hombros como una especie de aura prístina y fantasmal. Entonces me cerrabas la boca con uno de tus ya inventariados besos ¡Y cómo me gustaban! Cada uno era un nuevo descubrimiento, quizás para ambos, la verdad es que no me lo decías, pero esa sonrisa difusa y la mirada impasible hurgando en el horizonte mientras distraídamente y casi a propósito te mordías el labio inferior me parecían un buen indicio, una invitación. Y ese gesto era concluyente, la verdad, un beso no nos bastaba.
¿Era tu mano aferrada a la mía o era mi mano la que se negaba a dejarte? Quien sabe, pero era en esos momentos, brevísimos instantes bajo el dintel de alguna puerta que nos hiciera de paraguas providencial, cuando jugábamos a enjugarnos los labios, a recorrer las comisuras, las hendiduras del epitelio oral. Ya conocías mis comentarios de memoria “…la lluvia es un bálsamo para esta tierra sedienta. Aplaca el hambre, la sed y este calor infernal de abril…” así que te anticipabas y me ponías tres dedos en los labios, acercándote a mí y susurrando ese abismal y sedante “shhht”, tu índice se negaba a despegarse de tu voluptuosa boca… “shhht”. Silencio. Después del silencio, nada. Sólo besos, nuestros besos… mmh casi nada.
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