Unos muchachones que estaban al margen de todo, ebrios de marihuana, reían y canturreaban en un solar abandonado.
-Jajaja, los negros del norte nos declararon la guerra. Ojalá maten a todos estos engrupíos de por acá.
-No lesí, si no, ¿a quien le vamos a pedir prestao? ¡Jajajaja. Si de los engrupíos comemos po.
-Y tamién fumamos, hermanito, ja ja ja.
-Regresaron los milicos, compadrito, regresaron otra vez.
-Pero, con una diferencia, ahora van a matar perros extranjeros, no a su propia sangre.
-Toítos somos hermanos, compadre, toítos.
-Oye, Pantruca, ¿Quién manda más en el ejército?
-Ja, ja, la esposa del general po, ja ja ja.
-No po, en serio, ¿quien manda a quien?
-Bueno, yo hice el servicio militar y creo que la custión es así: el General los manda a toítos, después, el coronel manda al mayor, el mayor manda al capitán, el capitán manda al teniente, el teniente manda al suboficial, el suboficial manda al sargento, el sargento manda al cabo, el cabo manda al soldado, que somos todos nosotros y nosotros mandamos a la chuña tanta hueá, ja ja ja.
-Oye, Pantruquín. Tenís que alistarte en el ejército, están llamándolos a toos.
-¿Taimáshueón? Yo soy pacifista compadrito, no voy a matar a nadie, a nadie. Ni tampoco quiero que me mate ningún hueón.
Las batallas se sucedían con bajas importantes para todos los ejércitos. Pero, los invasores ganaban terreno con suma rapidez y muy pronto, esa nación estaba completamente desarticulada. De todos modos, el presidente arengaba a todos a mantener la confianza en alto, porque “nuestros soldados están defendiéndonos con honor, valentía y nobleza.”
Pepe Valencia se había alistado en su ejército, muy a su pesar. El estaba agradecido de esa patria que había abandonado con demasiada precipitación, hizo grandes amigos, pero las circunstancias lo obligaron a dejar todo eso atrás y ahora, estaba al mando de una unidad de infantería y su misión era asaltar un importante centro de operaciones. La gente que estaba a sus órdenes, eran campesinos y gañanes de pocas palabras, pero resueltos a dejar el alma en el campo de batalla. Se disgregaron con sigilo alrededor de una enorme fortificación. Y al igual que en las películas, los soldados que estaban al frente, apuñalaron a los vigilantes y lanzando un grito gutural, ingresaron al edificio, matando a todos sus ocupantes. Allí se hicieron de armamento e importante información. Pepe Valencia esbozó un gesto imperceptible, en el cual se delataba toda su contrariedad.
Los ejércitos proseguían en su tarea de devastar al enemigo. Ahora no había invasores ni invadidos, sino simplemente seres enceguecidos por la ira, que atacaban y se mutilaban mutuamente, en pos de un hipotético sueño soberano. Las fuerzas de paz hicieron su aparición y después de muchos meses de contienda, lograron un esbozo de acuerdo.
Los cañones acallaron su bronco reclamo, en medio de ruinas, por doquier la paz fue establecida. Los historiadores se sobaban sus manos al darse cuenta que tenían entre sus dedos demasiado tema para desarrollar, también se alegraron los cineastas, que muy pronto reproducirían en el celuloide todo ese dolor y todo ese espanto. Las fronteras cambiaron rotundamente, algunos perdieron vastas regiones, las que fueron a parar a manos extranjeras. Nadie ganó, sin embargo, y esa paz magullada y maltrecha, sirvió a varios propósitos, menos para la gente común, que perdió a sus jóvenes en el campo de batalla, para los que se igualaron en el empobrecimiento, para los muchos seres baldados que recibieron galardones, pero que nunca más recuperarían la alegría.
Muchos años después, Pepe Valencia regresó a la tierra que le había entregado trabajo, calidez y amistad. Arrepentido, pero enhiesto, acudió a su antiguo barrio. Todo había cambiado y buscó en vano las huellas de su pasado. Pero, para su sorpresa, aún se levantaba el bazar de Juan. Hacia allá se dirigió y cuando transpuso el umbral, se encontró con aquel hombre. Estaba más flaco y más viejo. Ambos, se reconocieron, pero se produjo un silencio expectante. Luego, Juan salió a su encuentro y ambos se abrazaron como si nunca hubiese sucedido nada. Y lloraron, como dos buenos hombres saben hacerlo…
Decida usted si este es el fin del cuento.
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