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La siesta latía en un viejo reloj despertador. Era la hora densa y opaca de la tarde amarilla y caliente. Un calor opaco y fétido se espesaba sobre el campo.
El aire estaba desmayado, inerte como un mar impalpable, que se hubiera depositado sin poder olear.
Apenas había unos flecos de viento que arrastraban unos harapos calientes.
Imperceptiblemente pestañeaban las hojas del paraíso, y un aleteo más hirviente aplaudía en la cima de los plátanos.
La efervescencia del mosquerío se freía sobre las bostas y los huesos frescos del asado.
Una mariposa desteñida parpadeaba epiléptica sobre el pasto.
Alguna que otra abeja hacía su misa sobre el alfiletero de un cardo y otras siseaban la efe de su vuelo afelpudado y monótono.
(Un grito se me agarrotó en la garganta.)
El reloj se quedó dormido en las tres y veinte.
Serían ya las siete.
La tarde retumbaba de un ocaso turbio que se diluía como los pergaminos.
Las nubes, alargadas, eran humos de despedidas que empezaban soledades; perecían amortajadas sobre estelas que las dejaban atrás.
Los árboles mutilados parecían acalambrados en gestos epilépticos.
Había un pavor tácito en la hora.
El viento se enhebraba en los campanarios de la iglesia, y empujaba los molinos del oleaje de los árboles.

Ese día, pensé, podría empezar una novela. (No supe contestarme cómo terminaría.)
Las novelas siempre empiezan con cosas importantes.

Un grito endurecido y agrio rajó la quietud. Pensé en un relámpago. Luego de un instante el grito había sido de mi madre.
El espanto de la tarde se ahuecó en mi estómago y una lluvia me gateó por la columna vertebral.
Nunca me gustó el esqueleto de los árboles retorcidos como las manos de un muerto.
Eran candelabros del horror.
El grito de mi madre me había dado la espalda y dejó suspendido el silencio más intenso y cóncavo que antes, como la vigilia de los que presienten su propio asesinato un instante antes de morir.
Las imágenes y las preguntas se adelantaron al segundo. Esperé otro grito, deletreé la arenilla de mi escalofrío que me dejaba un rastro. Ni me había movido y otro grito más desteñido y roto como una sábana rasgada o un hachazo. Y tuve la noción del segundo y luego cuando lo estábamos velando me pareció como haberlo presentido en ese momento, y el miedo o el deseo de no querer saberlo para retrasar una certeza.
Sí, creo que lo había visto como una piedad y rezo tardío que quise adelantar al momento.
Papá estaba allí inmenso y de madera con la transparencia de los bordes en las velas, que le volvían mármol los dedos.
Los ojos cicatrizados como la boca.
Estaba muy muerto. Demasiado muerto.
Era la primera vez que se moría papá. Y yo ya estaba acostumbrado a verlo como a esos árboles que no me han gustado nunca, así, parado en el último instante como el reloj a las tres y veinte, acalambrado todo y frío como los vidrios de la ventana en el invierno.
Mamá había llorado mucho desde ese grito por la tarde.
Todos habíamos llorado, menos papá.
Pensé que siempre que alguien se moría los demás se quedan con ese vacío que es más que todo recuerdo como única manera de presencia.
Pensé que siempre los muertos que acaban de nacer a la muerte dejan esa duda de mañana en los que quieren suponer el futuro, y sólo logran llorar como a carcajadas.
Es muy lógico que papá no vaya a estar más con nosotros. ¡Si está muerto! Y es lógico que se muriera. ¿Por qué ahora? Porque siempre sería ¿por qué ahora?, en cualquier momento.
La noche tiritaba de grillos y descascaraba el chisporroteo de las ranas. La luna era un túnel de sombras blancas y las estrellas pestañeaban con pulso de reloj.
Había grillos en todas partes. El cielo mismo estaba lleno de grillos, mi espalda como el camino de mi escalofrío, que era un puñado de grillos, que era la lluvia de las noches desveladas en las chapas del techo, que era el chorro de arena de los relojes antiguos.
Mamá tenía grillos en los ojos. Y las velas que le sacaban la lengua a las sombras que arredraban.
Papá no tenía grillos. Estaba clausurado y más papá que nunca.
Yo me comía las uñas, y veía tiritar la sombra del cajón sobre el suelo que emitía la llama temblona de las velas.
Un día ya no sabré que hoy miré las velas, no sabré estas velas y supondré algunas, y habré olvidado el gusto acartonado y trapiento de la boca seca, y sólo recordaré que papá murió un día.
Y sabré que olvidé mucho.


JORGE LEMOINE Y BOSSHARDT





Texto agregado el 28-10-2009, y leído por 95 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-10-2009 master...ok.- nibiru
 
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