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En Argentina lo conocían por el nombre de Pablo Manner, pero su verdadero nombre, el alemán, había quedado enterrado por las capas oscuras del tiempo; las capas más siniestras del olvido y del alejamiento, la neblina del tiempo mezclada con el humo de la realidad.
Cuando Ernesto Orvotsky llegó a la casa de Pablo Manner, su ama de llaves lo guió hasta la gigantesca biblioteca en donde lo esperaba el señor Manner. Ernesto era un joven alto aunque inclinado, de rostro marcado y rasgos profundos. La casa de Pablo Manner inspiraba en él los más tenebrosos pensamientos: las paredes eran largas y grises, llenas de cuadros, y había polvo por todos lados. A veces desde afuera se podía escuchar que alguien tocaba el piano, pero las melodías distaban años de ser hermosas. Era como el sonido de una mujer cantando en su lecho de muerte.
La biblioteca de Pablo Manner le pareció a Ernesto una fría reproducción de la biblioteca del desdichado personaje del poema de Poe “El cuervo”. Las paredes alcanzaban una altura bizarra y todas ellas estaban cubiertas por estantes llenos de libros. Ernesto calculó, y pensó que no exageraba, que había por lo menos mil libros.
En el centro de la habitación había un escritorio macizo, con un montón de páginas desparramadas y, sentado allí, el señor Manner que parecía sentirse muy a gusto en medio del polvo y la desolación. Cabe destacar que no había ni una sola luz prendida en todo el lugar y la única iluminación provenía de un ventanal: aunque el día estaba nublado, había todavía algo de sol. Quedaban algunas horas del día.
En la pared principal colgaba un cuadro. No de Eleonora, sin embargo, guardaba cierta reminiscencia con el retrato del majestuoso poema. En este retrato se veía a un niño con aspecto desolado, los ojos viejos y desvaídos con una mirada perdida, enfocando la nada. Su cabello sucio, revuelto, sus mejillas raspadas y su nariz ampollada. Estaba triste, ciertamente, aunque todavía brillaba en él la magia de la niñez, y era quizás eso lo más miedo daba. No había que decir nada, Ernesto supo que en esa casa pasaba algo demasiado extraño:
- Gracias por venir- dijo Pablo Manner.
El viejo de 91 años hizo esfuerzo por poner su esquelético cuerpo de pie, pero Ernesto le dijo que no se levantase a su presencia, no hacía falta el respeto. El viejo se lo agradeció, sus huesos eran casi polvo:
- Conozco a su padre, señor Orvotsky- sonrió Manner- Un buen hombre. Trabajaba en una zapatería, si mal no recuerdo.
- Sí- dijo Ernesto- Él me habló de usted cuando vivía. Dijo que usted es una persona muy generosa.
Manner soltó una carcajada:
- ¿Eso dijo?, era un buen hombre… tu padre, digo.
- Sí.
Hubo un silencio incómodo, entrecortado por el viento de afuera. Ernesto no podía soportar ya la curiosidad, había sido convocado a la casa de Pablo Manner llamado exclusivamente por él sin ninguna razón. ¿Qué podía necesitar el millonario de la ciudad de él?, no podía encontrar ninguna respuesta que fuera razonable. Quizás quisiera ofrecerle un trabajo en la fábrica, o quizás era… bueno, las ideas parecían desaparecer en tan descorazonador lugar:
- Bueno, te estarás preguntando para qué te mandé a llamar. Primero, quiero agradecer que hayas venido. No tenías obligación y aquí estás- dijo el viejo.
Su voz era ronca, decrépita, y esbozó una sonrisa que luchó contra un par de mejillas endurecidas. Ernesto asintió.
En ese momento, el viejo abrió un cajón de su escritorio y sacó una Luger 9mm. Al tiempo que la colocaba sobre el escritorio, asustado, Ernesto retrocedió un paso. ¡El viejo se había vuelto loco!, ¡acaso pensaba dispararle!:
- No te asustes hijo, no te asustes- le dijo- No voy a dispararte. Voy a proponerte… un negocio. Los dos podemos salir muy beneficiados.
Ernesto le preguntó qué clase de negocio, pero no se acercó. De hecho, miró de soslayo la puerta. Si había que correr, sabría por dónde escapar:
- Préstame atención, hijo, la voz empieza a fallar a mi edad- dijo el viejo- La cosa es muy simple. Toma ese revólver, está cargado, y dispárame en la cabeza. Justo entre los ojos, si se puede. Después busca en esta gaveta, está mi testamento. Todo lo que tengo es tuyo y está certificado.
- ¿Qué?- preguntó Ernesto.
En realidad, lo que había querido preguntar era: ¿qué clase de locura es todo esto, viejo?, ¿acaso se te volaron los pocos pajaritos que quedaban en tu cabeza senil? Sin embargo, la sorpresa de tal petición (de tan monstruosa petición) no lo dejó vociferar:
- Quieres una explicación y es justo. Te la daré. ¿Ves el chico del cuadro?- Ernesto asintió- Bueno, no me acuerdo como se llama. De hecho, creo que nunca lo supe. Es un judío. Era un judío. En 1943 le puse un revólver entre los ojos y apreté el gatillo. No tuvo tiempo ni de gritar, estaba llorando porque un soldado compañero mío acababa de hacer lo mismo con su padre. Habían tratado de escapar del campo y…
- ¿Qué?
- Hijo, soy un ex nazi- sonrió el señor Manner- Escapé de Alemania, pero los fantasmas me siguieron. Claro, estaba bajo órdenes, pero el rostro de ese niño… y la sangre… y el campo… ese día marcó mi vida, hijo. Maté a veinte o treinta personas en total, la mayoría judíos… pero ese niño… su sombra… fue como… no puedo explicarlo.
- Está loco.
- No, no, ya pasé por la locura, a mi edad ya se pasó por muchas cosas- dijo el viejo- Escúchame hijo. Te he visto crecer, como dije, conocí a tu padre. Y por mi alma que eres igual a ese niño. Si ese… si yo hubiera dejado crecer a ese niño, hubiera llegado a ser un hombre exactamente igual que tú. Tenía tu mismo porte, tus mismos rasgos, es como si fueran uno. ¡Te digo!, el fantasma me ha perseguido. No como en las películas, no con cadenas y grilletes, pero ha estado conmigo como una mosca dándome vueltas en la cabeza. Me torturó noches enteras y me masacró días completos. Dejó mi cuerpo seco de lágrimas y me enloqueció. Ese niño muerto, que ahora tengo parado delante de mí, me trastornó. Las noches que pasé sin dormir, a mi edad eso es como una semana de caminata. ¡Espantoso!, ¡ah, pero acaso hay un Dios muy misericordioso allá arriba y me ha dado la posibilidad de redimirme!, qué digo, imposible redención. Al menos, de morir como debo.
- ¿Quiere que le dispare… como si fuera ese niño?
- Eres inteligente. Exacto, eso es lo que te pido. A cambio de toda mi fortuna y mis bienes.
- No- contestó Ernesto- Yo… no voy a matarlo. ¡Sería un asesinato!, ¿de qué me servirían sus bienes estando preso?
- No te preocupes por eso. Estás en total impunidad. Tengo recursos, hijo, y en este país, los recursos sirven. Mi ama de llaves sabe de mi decisión y… bueno, creo que toda la policía también. Va a ser archivado como suicidio, así me dijeron, y nunca nadie va a preguntar nada. No tengo familia que pregunte, después de todo.
- No.
El viejo pareció agitarse:
- ¿Esperas que me quede aquí, esperando a que una muerte que no me pertenece venga a buscarme?, ¿quieres que me pudra?, quizás eso es lo que merezco. ¡Pero no!, ¡eres el mismo niño que maté, como salido de la tumba!, ¡debes dispararme en la frente!, ¡aquí!- se apretó la frente con fuerza- ¡Por tus antepasados, esos que yo mismo maté!, ¿no me odias?, ¿no sientes que soy un viejo patético?, ¡lo soy!, ¡y tienes en tus manos un arma de doble disparo!, ¡te hará rico y me dará la paz!, ¡la paz que el dinero no puede comprar!
- No.
- ¡No!, ¿cómo?, ¡serás el más rico de la ciudad!, ¡muchacho infeliz, ingrato, sucio judío!, ¡sabía que no ibas a hacerme caso!, ¡sabía que no te atreverías!... ¡tonto…!
- Insultarme no va a servir de nada, señor- dijo Ernesto- Estuvo 70 años o más perseguido por el fantasma de un niño. No tenía cadenas pero en la noche estoy seguro de que podía escucharlo acercarse. Las ventanas temblaban con cada llovizna. Los truenos rugían en el horizonte y hacían retumbar toda esta mansión oscura y gigantesca. Y en cada rincón polvoriento, usted lo veía ¿no es así?, dígame si me equivoco, por favor. Usted veía a ese niño con la frente deshecha pero con la mirada todavía firme, aunque dirigida hacia la nada, como en el cuadro que en la locura consiguió como acto masoquista. Días enteros pensando en él, embutido en su sillón, mirando por la ventana. Noches completas con la garganta cerrada, deseando que nada de eso hubiera pasado…
- Cállate.
- Deseaba que al menos riera, ¿no?, deseaba que al menos fuera uno de esos fantasmas de películas que ríen y aterrorizan a su víctima. Pero no. Su fantasma se mantenía callado, y eso era lo peor. Ni siquiera supo cómo era su risa. Jamás.
- Basta… basta… ¡basta!, ¡no lo sabes!, ¡no lo viste!, ¡está en todas partes!, ¡no puedo suicidarme!, ¡no puedo volver atrás, y la muerte no llega, y aunque llegase no sería justo!, ¡no lo sería!, ¡basta, cierra la boca!, ¡basta!
- A dónde quiera que una persona como usted vaya después de muerto, el niño lo va a estar esperando.
- Basta… por favor… por favor, basta.
- Caso cerrado- dijo Ernesto- ¿Quiere que yo lo perdone en nombre del niño?, bueno, perdonado está. Pero muérase con lo que ha hecho. No puedo matar a un fantasma como no puedo dispararle ahora. Me retiro, señor.
- Dispárame…
- En lo que a mi consta, usted ya se ha disparado- dijo Ernesto, y se marchó.

Texto agregado el 28-10-2009, y leído por 161 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-10-2009 Me gustan tus temas, me atraen. Encuentro calidad. Los valoro. Felicitaciones. ketti
28-10-2009 Deja la grosería y otra cosa más, deja de escupir para arriba, no sea que el viento te regrese el gargajo y te lo pegue, extendido como plato baboso, en toda la cara para que cierres los ojos y sigas maldiciendo... 1* Murov
 
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