No es justo desmerecer la voluntad de un hombre que va a morir. Por derecho ha de verse complacido en éste su último deseo, sea cual fuere su naturaleza, y como seres misericordiosos, seres de Dios algunos, ajustada y oportuna sería la condescendencia de los demás.
Mi caso, lamentablemente el mismo de otros muchos, supongo, es encontrarme ahora confinado a un cuarto miserable, se mire por donde se mire: apenas un jergón de broza junto a la pared pardusca, y un orinal a punto de resquebrajarse, por donde supuran ya los desechos de toda una mañana de contracciones intestinales, fruto de la pasta podre que me dan los guardas al anochecer. Ni menciono los efluvios enclavados de por vida en este lugar nauseabundo, alejado de toda franja reconocible o humana, me atrevería a decir.
Por saquear en tiempos de hambruna me aguarda ahora la guillotina; veo su hoja resplandecer desde mi ventanuco: el tajo perfectamente afilado, a punto de precipitarse con espantosa limpieza sobre la garganta de un hombre convicto y necio. Craso error robarle melones al clérigo después de los maitines y de la sangre de Cristo. Nunca vi semejante viveza en los monjes, ni tal achispamiento en los ojos.
De cualquier forma, pese a mis muchos males y pese al calificativo de irreverente absoluto, también yo gocé, como penado, del privilegio final de manifestar mi antojo más querido, el más ambicionado de entre todos, el más oculto.
Dada mi condición de hombre exiguo, insuficiente en todo menos en apetencia, no oculté mi afán por atiborrarme de ciertos manjares, y basándome en éstos, yo mismo extraje del raciocinio el menú con el que habría de deleitarme por última vez. En primer lugar, para moderar el continuo temblor del cuerpo con el que las humedades me importunaban a diario, me relamería con una sopa de almejas con tomate y galletas saladas como guarnición. Proseguiría con un descomunal filete de ternera asado, acompañado de una crema de verduras ligeramente dulce, y aderezado además con arándanos y nata montada. Por supuesto, los panecillos trenzados, serían asimismo devorados antes del postre: unos buñuelos de fruta con mantequilla derretida, azúcar, y semillas de amapola. Todo ello humedecido con el vino más añejo que pudieran encontrar, para soñar un porvenir en sus posos. No descartaba un entretenimiento pueril antes de la ronquera.
¡Pues bien!, llevo ya siete noches aguardando mi cena. No han logrado reunir mis custodios hasta la fecha las golosinas que tan salivalmente y tan machaconamente les solicité en su día. Supongo que todavía deben bullir entre las algas, pescando con estiletes las almejas de mi sopa, o recolectando los arándanos por algún breñal, o tanteando la volatilidad de las semillas de amapola. O acaso la ternera, viéndolos venir frenéticos, se refugiara perentoriamente entre las grietas de las montañas para eludir su muerte. Igual que yo. Por ello rezo ahora para que el animal no abandone jamás su cobijo y para que a las semillas se las lleve el viento muy lejos, tanto como sea capaz.
He prolongado la caída de la hoja mortal pese a que mi penuria sigue siendo la misma. El mismo lecho pajizo, el mismo orinal hediondo, la misma pared de manchas, la misma pasta nocturna, incomestible, la misma suciedad, siempre por todas partes... Aquí sólo varía el morador, por costumbre efímero, y mientras nadie me satisfaga hasta la última galletita salada o buñuelo, aquí seguiré, aliviado de mantener aún la cabeza sobre los hombros y el cuello inmaculado entre ambos. Por el momento únicamente se ha deslizado por debajo de mi portón el aroma inconfundible de los panecillos y de la fruta, que se descompone ya. Sin embargo... ¡Cuántas noches me malgasto elucubrando otras combinaciones trabajosas: quizás unos riñones de cerdo con salsa de rábanos picantes y rollos de maíz; tal vez unas tortitas con sirope de pasas y frutos secos en compota!
Otra vez atisbo entre las rejas para eludir la sobrecarga de los manjares, y observo de nuevo el brillo misterioso que desprende el tajo en la oscuridad. Repentinamente algo corrompe el silencio del patio: un mugido calamitoso, lamentable tras la cuerda que lo arrastra, abriéndose paso a través de la penumbra. También creo distinguir una bolsita colgada del cinturón de este desconocido que manipula al animal, y juraría que un pétalo encarnado cae de ella con suma discreción. Desalentado, vencido por fin, admito que muy pronto cenaré copiosamente de manera exquisita.
Al fondo, la infernal máquina se alza como preámbulo de una encolerizada y certera cisura. ¡Amén gritarán los monjes comiendo melones desde la tribuna!
Definitivamente debí trocar la fastuosidad de la comida por el entumecimiento resolutivo de un narcótico a la hora señalada...
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