Le gustaba decentar temprano el día para jugar con su muñeca. Era como su hija. Al levantarla le explicaba en el lenguaje de signos el sueño de la noche. Siempre uno, inventado, arrebatado al recalcitrante insomnio. Desperezadas, se aseaban y vestían. Aquella mañana buscaron en el armario sus mejores galas. Cómplice, desde el sonriente arraigo de su mirada, señaló con el dedo índice la silla bajo el ventanal. Sentó a Clara en su regazo extendiendo las dobleces de los vestidos, y como tantos otros amaneceres se obligó a observar. Era un ejercicio que le inculcaron sus padres. En su búsqueda del enriquecedor estímulo del tono matiz; María interrumpía su mirada en sencillas escapadas al mundo de lo imaginario. Acarició con ternura el látex de las enrojadas mejillas. A las ocho en punto las cuidadoras de noche del asilo abrieron la puerta de la habitación. En sus labios leyó: "Nos vamos María. Sabíamos que estabais despiertas. Te deseamos el día de boda más feliz que haya tenido jamás una novia. Besitos guapísima".