El primer beso
Recuerdo el primer beso por su sabor. Ella estaba ahí, como todos los días, en la placita del liceo, conversando con sus amistades y desayunando la típica empanada de caraotas con carne mechada que preparaban en el cafetín. Eso acompañado de un cuartico de naranja, artículo de primera necesidad para cualquier estudiante que se respete. Ella ahí, al sol, su camisa beige y su falda plisada, su cabello erizado en un corte irracional y sus labios embarrados en una sustancia roja y viscosa que parecía ser la última moda en maquillaje; y yo a lo lejos, recostado a la pared, calculando los tres largos años en que pude besarla y no me atreví, las doscientas cuarenta horas de prácticas biológicas en las que me juré no salir de ese laboratorio sin haberme manchado con su lápiz labial, las ciento veinte horas de deporte en las que soñé retarla a una carrera apostando un beso contra la eterna esclavitud, los seiscientos timbres de salida en los que la esperé a las puertas del liceo para cortarle el paso y pedirle el “pago” de salida con encarnada sensualidad… Nunca me atreví. Nunca le dije cuánto deseaba sus labios.
Y ahí estábamos, era el último día de clases. La última tarde de liceo. El último desayuno estudiantil. Al día siguiente nos encontraríamos todos en el acto de grado, con nuestras respectivas familias aglomeradas alrededor y sin esperanzas de volver el tiempo para dar ese primer beso que debe darse, por regla universal, en la preparatoria. No podía perder la oportunidad. Mastiqué rápidamente mi caramelo de yerbabuena, lo tragué casi completo para dar ese toque mentolado que todo buen beso debería tener, y caminé a buen tiempo, ni tan largo ni tan corto, con paso decidido, y con un sonido de lejano oeste retumbando en mi cabeza. Me planté frente a ella y la miré fijamente mientras acababa el último sorbo de su jugo de naranja. Entonces levantó su rostro y por fracciones de segundos se encontraron nuestras miradas en un momento que jamás podré olvidar, momento que se rompió cuando ella espetó un rotundo -¿Qué?- y alzó su servilleta para limpiar cuidadosamente su lipstic de cualquier resto de grasa. Entonces lo hice. Posé las yemas de mis dedos sobre sus mejillas y la besé. Mejor dicho, golpeé mis labios con sus dientes en el instante que su boca se abrió para pedir distancia. Fueron momentos turbios. Luego todo se borró. Las intenciones pasaron a segundo plano y se activó ese control automático que todos llevamos dentro para evitar que el organismo sucumba a la desesperación. Cerré los ojos. Sentí la piel de mis labios transformarse en millones de filamentos suaves como plumas, prestos a sentir y hacer sentir hasta el más sutil movimiento que hiciera su boca. Nuestros alientos se fundieron en ese milimétrico espacio entre su rostro y el mío, creando un cóctel de aromas que nada tenía que ver con su desayuno o mi menta, y que nos invitaba a probarnos, a degustarnos con la delicadeza de quien cata un buen vino por primera vez. Toqué sus labios suavemente, abriendo paso poco a poco a mi lengua. Era el sabor de todo lo bueno del mundo en perfecta mezcla. El sabor de la sal cuando aspiras el aire marino, el sabor de la tierra cuando llueve en el bosque, el sabor de la fruta que exprimes directamente sobre tu boca deleitándote en sus jugos y texturas. Jamás he probado nada tan delicioso.
Luego nos separamos. Terminar el liceo siempre implica cambios. Ella se fue a otra ciudad, yo seguí mi carrera, amé a otras mujeres, besé otras bocas, viví y dejé que el tiempo chocara contra mis células haciéndome más viejo. Sin embargo, jamás la olvidé, y aunque sé que nunca volveré a paladear el sabor de ese primer beso, puedo reconocer fragmentos de sus sustancias originales en cada buen momento de mi vida. Entonces cierro los ojos y vuelvo a verla, estática, sentada en el banquillo del liceo, falda plisada y camisa beige, engullendo su grasoso desayuno, luminosa y decadente como los pasados años de mi juventud.
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