ROMILIO RIBEROS,
MI HERMANO INDIO
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(aprendí junto a Romilio que la familia como tal, más que la de sangre, es la unión cordial de los espíritus)
Cerca del mediodía, con un sol radiante a las 11 hs. de la mañana, sonó el timbre de mi casa anunciando una inesperada visita en ese extraño horario para mí (y para todos los bohemios, quienes nos visitábamos habitualmente de noche). Con un rostro pálido de “no dormido” enfrentó mi rostro incoloro de “recién despierta”, mi mejor amigo ... Mi hermano del alma : Romilio Riberos.
Yo podía dejar de verlo un año, seis meses, o verlo seis meses todos los días. Nuestra discontinuidad, estaba fuera del tiempo. Al abrirle la puerta y encontrarme frente a su sonrisa, siempre de júbilo, noté que Romilio cargaba sus brazos con voluminosos paquetes forrados en papel de diario. Por la forma como los abrazaba, casi con cariño, parecían contener algo muy valioso para él.
——¿Qué son?— preguntéle
——Faroles ... Faroles coloniales- me respondió Romilio
——¿Antiguos?
——Casi. Usados y nuevos. Quiero guardarlos en tu casa.
——No hay problema ¿Pero si los necesitas y yo no estoy?
——No hay apuro. Por ahora los quiero dejaren tu casa.
No hay duda de que en aquellos días, anduve por todas las plazas y lugares semejantes mirando hacia arriba para ver si faltaban faroles. Por curiosidad. Pero aún así, no los hubiera sacado de su envoltorio improvisado en papel de diario. Yo respondía a mi amigo porque él siempre me había respondido a mí, más allá incluso, de toda lealtad humana, casi divina. Como la propia Pachamama serrana a la que él pertenecía.
Más adelante supe que dichos faroles eran creación del francés Jean de La Farge, su benefactor o mecenas que habíale encargado de su venta. Comisión comercial que a un bohemio resulta de difícil resolución. Pero en aquel momento quedé muy intrigada y aquellos paquetones ocuparon por meses un lugar en una habitación de mi casa, sin que yo los desenvolviera para verificar nada.
Así de inesperado era Romilio. Era imposible rechazar o desistir de algún pedido o invitación suya, sobre todo estas últimas, pues las organizaba en cierta manera ineludible... justamente porque no eran organizadas, como tampoco improvisadas. El esquema estaba básicamente en su interior debiéndose confiar en él, pues garantizaba un momento inolvidable, que parecía alargar el tiempo. Romilio tenía la virtud de hacer largo el espacio y trascendentes los momentos, por más simples, sencillos y fugaces que ellos fueran en la marca mecánica del tiempo. Nunca fue una personalidad fácil de tratar, pero facilitaba la vida propia y la de todo su entorno.
Su presencia de corpachón atlético con imponente espalda junto a su perfil inca, como sus recónditos ancestros ocultos en las quebradas serranas de su Valle de Punilla, imponía una peculiar fascinación. Caminaba cimbrando los hombros en una forma cadenciosa. Y ejercía un atractivo magnético sobre la sociedad de Córdoba, culturalmente europeísta y “domadora” en el pasado de Malones indios, largamente glosados. Una ciudad que quiso a lo largo de su historia eliminar de raíz a la indianidad natural, autóctona... Y que ahora frente a Romilio remontaba ese pasado en sentido contrario, como intentando un diálogo ha tiempo concluido, tratando de refundir credos ya irreconciliables.
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La tradicional sociedad cordobesa había tratado siempre de demostrar que ella era racialmente europea, desde el comienzo con su fundación en 1573. Que ella era obra de ella misma, pues en estas latitudes del Cono Sur Sudamericano nunca penetraron las grandes civilizaciones precolombinas y en el mapa alemán de “Homo” del siglo XVI se señala a esta la región como “Incógnito Regno”, pues las referencias incaicas o guaraníes no ofrecían descripción alguna sobre conocimientos humanos válidos para los cronistas. Hasta su paisaje de sierras y pampas era desconocido.
Los primeros cordobeses debieron comenzar por modelar en barro los ladrillos con sus propias manos, para levantar casas y tener abrigo a fin de protegerse de la intemperie, no contando ab initio ni siquiera con cerámica indígena. Y en este “nacer” casi de la nada comenzó su orgullo localista, que los llevó a crecer, dado que no se les regaló nada desde el instante inicial. Siendo como eran cuarenta familias completas y letradas, que se asentaron en este “reino incógnito”. Se lo debían todo a sí mismos y nunca conquistaron ciudades precolombinas que jamás existieron.
Con su propio trabajo desde el primer día de un helado 6-7-1573, llegaron a conformar una comunidad aislada y aceptable. Una vida posible. Décadas más adelante tuvieron la suerte del arribo jesuítico y la empresa cobró bríos nuevos. Sus maestros jesuitas iban a exprimirles cierta savia especial y nuevo esfuerzo, pero el sacrificio ya era carne propia en estos citadinos. Creció como entidad comunitaria. Cada habitante que llegaba desde allende los mares atraído por su leyenda, quedaba cautivado, pero separado del mundo. No contaba Córdoba del Tucumán con salida al mar y la comunicación de meses hacia Bolivia (Alto Perú) era su único contacto con la realidad. Por ello no tuvo en su evolución ninguna deuda cultural, con el indio autóctono.
Esta sociedad no amaba al indio (podemos dar fe de ello quienes la hemos conocido desde adentro, con todas sus premisas) y sólo se resignaba a él en las zonas orilleras y conflictivas de continuo contraste, porque ya en la sociedad actual, no era posible otro genocidio. Otra nueva “campaña del desierto”. Por su parte los indios naturales y autóctonos, comechingones y ranqueles, nada hicieron en el pasado por mejorar este sentimiento. Mejor dicho, hicieron todo lo contrario.
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¡Y de pronto Romilio!
De pronto un indio, serrano, “guacho” la había conquistado. Había cautivado a la ciudadanía cordobesa. El tuvo como pocos en esta ciudad, los salones más cerrados, abiertos para él. Las casas con puertas más herméticas, en la cerrada sociedad cordobesa, para él siempre abiertas. Sentarse con él acompañándolo un sábado a la mañana en una confitería de moda era todo un espectáculo, pues sus elegantes “madrinas” coquetas y señoriales, acostumbradas a que él fuese la “estrella” de sus eventos, aparecían por todos lados y hasta tenían celos de mí.
Alto, esbelto, orgulloso, de finos modales y verbo enjundioso, de alegría contagiosa con la terquedad y la agresividad típica del indio, compensada por su carisma. De movimientos rítmicos, parecía caminar más con los hombros que con el resto del cuerpo. Tuvo amigos y enemigos, sin término medio. Entregaba su adhesión completa cuando respetaba intelectualmente a alguien, y nunca a medias. Yo me sentí protegida por su amistad, por él, por Romilio. Como una protección mágica o tal vez religiosa, yo que soy totalmente arreligiosa.
En aquella síntesis misteriosa de su personalidad se fundían la cultura más erudita y occidental, con la magia de la Pachamama, siempre presente. En la biblioteca que tengo ahora en este momento a mi lado –mi biblioteca– hay libros favoritos suyos que él seleccionó para mí, para que yo los leyese con la misma minucia que él: Las Antimemorias de André Malraux, usado y anotado por él y con una bella dedicatoria suya. También Mircea Eliade y Freud. Sus mejores tesoros.
Su pintura preciosita buscaba imágenes mágicas telúricas, pero su formación cultural expresábase con un grafismo proveniente de la escuela francesa. Sin embargo su folklorismo mágico, serrano, que evocaba raíces vernáculas se servía de este aporte occidental para manifestarse y describir a la Pachamama como madre–tierra primordial. Era más fuerte en el dibujo que en el color. Cuando dibujaba escribía y cuando escribía pintaba. Sus poesías eran sumas pictóricas... había logrado la síntesis entre la plástica y la poesía. No se separaban ente sí, pues las dos contenían al autor.
Este es mi recuerdo de amistad con Romilio, como amigo y hermano de siempre, el cual invitóme a compartir deleites en ese mundo imborrable del alma, que nunca perece. Murió de cirrosis apenas pasados los 30 años, porque la bohemia argentina conlleva muchas noches áticas, escanciadas con buen vino mendocino.
Romilio Riberos. Un poeta. Un pintor. Un artista.
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Alejandra Correas Vázquez
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