Un día, miro a mi sombra, dándome cuenta que su cabeza está un poquito más ladeada que la mía propia, en una postura como si estuviese observándome muy preocupada.
-No me gusta; escucho de repente una voz en mi interior, una voz con un carácter grave que me habla en un tono de reproche.
-No me gusta que solo me prestes algo de banal atención cuando te interesa que esté a tu lado; por las mañanas, soleadas y calurosas, cuando vas a comprar, volviendo del trabajo o fumándote un cigarrillo en “nuestro” soleado balcón, aún te dignas a mirarme, a darte cuenta de mi presencia.
A veces me saludas, de vez en cuando echamos unos juegos de sombras chinescas (¿quién les pondría ese nombre?) o me observas detenidamente, cuando, en esos momentos de clara sumisión reímos tus gracias y repito como un lorito visual, todos tus grotescos movimientos.
Pero... ¡Ja! llega la noche. Te lavas, perfumas y acicalas para ella de forma meticulosa y “sales” a la calle.
¿Sabes? Ya no salimos; yo de forma sigilosa y solapada me lanzo en tu busca. Te veo reír con los amigos dentro del coche, a semi a oscuras.
Andando por calles mal iluminadas, donde una u otra mísera farola, de pronto me descubre furtiva junto a ti.
Pero ni te das cuenta, como si nada...

Sabiendo que yo, cuando salga el Sol, y demacrado y con paso cansino regreses a casa, yo, estaré ahí, a la salida de cualquier pútrido antro de gentuza, para acompañarte a casa y que puedas descansar.
¡Pero se acabó! No me volverás a ver, ni de día ni de noche, nunca más. ¡Me voy!
Yo, en vano le rogué que no se fuera, que era parte de mi...
Le suplique otra oportunidad, le ofrecí cambios de hábitos en mi vida. Pero fue inútil...
Me convertí en el ser más solitario de toda la tierra, el hombre que en sus momentos de más extrema soledad, ya no tenía ni a su sombra.