Dentro de lo poco probable, resulta que a veces, la vida te sonríe.
Sonríe como esa chica tímida que te mira desde el fondo del bar o desde el otro banco del paseo donde esta sentada.
Son en esos risueños momentos, cuando te parece creer que tu existencia, gris y anodina por lo común, puede valer la pena.
Otras, te sonríe como una prostituta desde una esquina no demasiado iluminada y en estas ocasiones, irremediablemente, mientras disfrutas de sus favores, no puedes evitar pensar cuan caro va a cobrarte esos momentos de placer.
Pero aun hay una tercera sonrisa, la menos común dentro de lo escasísimas que son las otras dos opciones. Es entonces cuando la vida, la suerte, la energía cósmica o la puta madre que parió o las tres, te mira con la cálida sonrisa del niño a su padre, al adulto que anhela ser. Te sonríe con esa absoluta admiración que raya la idolatría y que los padres, en los años siguientes pasaran preguntando donde quedó.
Entonces siempre, durante una breve (brevísima) fracción de tiempo, te preguntas ya no si tu patear en la vida tiene algún sentido, si no como ese rebaño de almas clónicas y hastiadas que te rodea, puede vivir sin ser tú.
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