Alicia nació hace casi cuatro décadas en una ciudad que tiene olor a lavanda en verano y a leña húmeda en pleno invierno. Vivió durante todos los mayos en la mitad del frío, de la lluvia y del desfile de las Glorias Navales al que asistía con zapatos de charol, medias blancas y una trenza María que le domaba el largo cabello castaño. Alicia crecía con raíces torcidas, con la corteza rugosa de árbol machacado y con las manos llenas de jacintos azules.
Siguió viviendo por inercia durante muchos diciembres, cimbrada por los vientos tibios que asolaban el valle como si fuera un haz de trigo, bajo la mirada despiadada de un sol que le quemaba los deseos de chicuelita de provincia. Hubo algunas danzas tribales que realizó dolorida y asombrada detrás de los vidrios que la alejaban de todos. Era triste como tristes son los algodones de colores que se consumen en las ferias, triste y dulce.
Alguna vez se destrozó la ropa corriendo por la mitad de un campo, adornó de yuyos impíos las piernas desnudas, diseñó con hilos de sangre la cara anterior de sus muslos suaves. También agonizó de sed y en vez de agua pidió un beso, pero lo ha olvidado porque llora fácil. Sintió la mordida del hambre y se negó a abrir la boca porque el tormento de tener lo que se desea es muy superior a vivir en el cilicio de no alcanzarlo.
El cielo se le caía encima cada vez que subía los ojos. Los jacarandás le enlazaban los tobillos y le dificultaban caminar. La voz se le hacia frágil y cada día y cada noche la cama se le iba haciendo más y más grande, hasta que vio que los bordes de la cama iban trepando las paredes de la casa de madera en la que se había escondido para protegerse de los miedos. No comía por no ir a la cocina, que ya no existía y era una extensión de la cama en la que no dormía pero soñaba con otros paisajes. Tres metros de colchón hacia la derecha, tres metros de colchón hacia la izquierda, uno por sobre la cabeza y hasta uno y medio bajo sus pies (y ella al centro como si fuera una sortija).
La mujer se fue haciendo niña de nuevo y se ponía melancólica pensando en los zapatos de charol que quedaban manchados de gotitas de mayo. La mujer añoraba a su abuelo que le preguntaba si había quedado cesante cuando la veía retornar de sus juegos y le secuestraba en los bolsillos hondos de su chaleco plomo las bolitas de cristal y los “ojitos de gato” escondidos en el jardín. La mujer se fue haciendo niña de nuevo y añoraba a la abuela que tenía una voz dura y los ojos verdes, la que le espolvoreaba azúcar granulada en los nísperos de su postre. La mujer extrañaba los días en los que reunió orugas en una caja de bombones.
No se levantó por varios meses, pues ya no recordaba los pies, había olvidado las uñas y tampoco tenía idea alguna de para qué servían las rodillas. Cuando alguien entraba saltando como conejo en su colchón infinito, pestañeaba seguidamente buscando acostumbrarse a la luz de los intrusos.
La mujer murió una tarde en el que el cielo estaba enrojecido y de su casa sacaron colchones para cincuenta niñas que eran tristes, tristes y dulces como los algodones de azúcar. |