En la quietud de la habitación existían dos seres delicados que reposaban uno contemplando al otro. Era una flor y una serpiente. Una más hermosa y delicada que la otra.

La serpiente enroscada alrededor de la flor comenzó a moverse. Suave y gentilmente.
—Eres hermosa. La cosa más hermosa que he visto en mi vida. Puedo amarte toda la vida
—Eres delicada y ágil. Bella como ninguna. Bien podría pasar la vida sintiéndote.
—AH, tus palabras conmueven mi alma. Me dan cierto aliento. Tú haces que todo lo que sueñe se vuelva realidad.
—Tú haces que mi realidad se más perfecta, más placentera.
El movimiento seguía y la dulzura iba llenando de alegría a las dos criaturas. La textura de la serpiente hacía mil maravillas en el tallo de la flor. Mientras que la flor la llenaba de aromas de los más deliciosos que se pudiesen imaginar.
El movimiento seguía de manera tan maravillosa que podía dejar sin aliento a cualquiera. Entre ternura y ensueño se alegraban corazones; y el silencio era tan solo un espejismo pues el movimiento de la serpiente hacia un sonido tan diminuto que era casi imposible. Pero estaba ahí.
Finalmente la serpiente apretó con fuerza a la flor y la quebró. Mientras iba desprendiéndose de su tallo su textura fue transformándose. Fue endureciendo su materia lentamente. Transparente y puro como un diamante. Igualmente filoso. Fue cayendo y al caer partió a la serpiente en dos.