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En el mismo momento que dirigía la mano hacia el manojo de llaves observó la punta de un sobre que asomaba por debajo de la puerta. Iba dirigido someramente a “Ernesto”, sin franqueo. Lo depositó provisoriamente sobre una mesita ratona.
Con movimientos maniqueos se sirvió una moderada medida de whisky, prendió la portátil de pie, descolgó la robe del perchero, se quitó el saco y lo colgó del respaldar de una silla. Eligió una esquina del gran diván y cruzó las piernas intrigado. Lo acercó a la cara e inmediatamente reconoció el perfume.
UnA nota manuscrita plegada en cuatro partes acompañaba la invitación para presenciar una ceremonia religiosa.
Leyó primeramente la invitación de fino diseño, cerró los ojos y escanció un trago largo.
No le sorprendía, tarde o temprano tenía que ocurrir ; la cosa era con un tal Raúl, dato banal.
Hacía mucho que no tenía noticias de ella. Hizo todo lo posible para que esa mujer inverosímil se le escurriese como agua entre los dedos. Dedos torpes de un imberbe caprichoso y malcriado.
La remitente había sido su amante durante un tiempo muy satisfactorio, con la cual aprendió lo que significa el amor de pareja intercambiando fierezas y delirio. También tuvo oportunidad de reconocer, entre tantas mujeres que pasaron por su vida, lo que comúnmente se da por llamar una “dama”, recurso retórico levemente pacato pero que define una mujer con atributos naturales o desarrollados a expensas de una educación refinada que la distinguen normalmente del común. Un ser en definitiva, espiritualmente capaz de socializar a un individuo sin descender a la adoración banal.
Se alejaba definitivamente la única mujer que lo conmovió. Nunca pudo saber si eso fue amor o un nuevo capricho, lo cierto es que se prendió fuerte a sus pensamientos. Le cerró todas las puertas y como un niño que juega con un insecto y al cabo, ya cansado de darle mil vueltas lo aplasta con inocencia bajo su piececito.
Trabajaba de enfermera profesional en un sanatorio de alienados. Simple, directa; sin una queja acerca del infierno diario que le proporcionaba el sustento, aguantó la presencia y el amor inmaduro de un individuo con antecedentes penales, sujeto a códigos incomprensibles para la buena gente. El convicto liberado es un animal desatado que ha perdido los sentidos y fortalecido el instinto predador. La sociedad de un modo u otro se lo exige y él individuo que ha pasado por la humillación carcelaria lo sabe bien. De otro modo la bala que alguien ha puesto en el cargador dirigida a él llegaría a destino.
Se conocieron en oportunidad de un traslado del Correccional al hospital, afectado por una sobredosis. Quedó imantada por esa figura febril e inquieta, con rasgos cortados a pico que la miraba desde un abismo.
Cuando salió se juntaron…y a vivir.
Abrigaba el vago convencimiento de hacer de él la imagen de su padre .
Pese a vivir la obsesión y la angustia provocadas por las calamidades de la reclusión pronto recuperó las fuerzas perdidas a virtud de los cuidados que le dispensaba sin abrumarlo. Consiguió trabajo de baja renta y pese a la implacable peste de los “antecedentes” que lo conducían de un momento a otro como sospechoso ante la policía, mantuvo un intermedio de quietud y vida hogareña más o menos plácido y prolongado.
Ocasionalmente, mientras ella dormía, por pura vanidad propendía a sacar las piernas por fuera de las sábanas, elevarlas unos centímetros y admirar la perfección de la musculatura adaptada al ejercicio “exigente”. Correr desaforadamente saltando obstáculos, jugarse al todo o nada. En esos momentos era cuando extrañaba la adrenalina que le proporcionaba el “fierro”. No podía pensar en el mañana. Hoy soy yo - reflexionaba- y auguraba con regocijo pueril, una juventud inextinguible que daría vía libre a la compulsión de concretar inicuos proyectos que le rondaban la cabeza.
Cierto día un sujeto, compañero celda, lo citó para verse en un café. Con las defensas bajas y el cuerpo atlético resplandeciente, arregló el “fato” no sin discutir por largas jornadas algunos detalles que lo preocupaban. El “golpe”, que el otro le proponía como un regalo del cielo, con moñita y todo, no era cosa menor.
A decir verdad el trabajo callejero lo tenía desmoralizado. Horas y horas a la intemperie ganando apenas para pagar la nafta del Chevro y el departamentito que habían alquilado.
Su amante, ausente y feliz en su mundo de sencillez, juntaba en una cuenta bancaria con opaco optimismo, los pesos necesarios para arreglar algunas cosas o cumplir obligaciones imprevistas. Vivía con la idea fija de ser madre. Tener un hijo era la única obsesión que se permitía: Un hijo con su único hombre.
Alegraba la cama de la alcoba con una muñeca; sutil referencia percibida no más allá de un delirio infantil por su compañero.
Al final se convenció del asunto y no pudo con “chorro” que llevaba marcado en la frente como una cruz.
El objetivo, una estación de venta de combustibles muy concurrida.
Todo en orden, todo estudiado: El personal de seguridad, el horario de llegada y salida del camión con la remesa de dinero, los movimientos del personal, pero con un par de colegios en las cercanías y un tráfico denso por la avenida que daba al frente del establecimiento. Para un “profesional” la vida inocente vale.
Finalmente, por razones circunstanciales de mal manejo y una señora con un perrito que azorada y a los gritos da la alarma a un policía de particular que andaba por ahí, resultó un fracaso estruendoso. Le dieron la “mínima” porque cuando el compinche pretendió rematar al indefenso guardia de seguridad, se interpuso entre ellos y recibió en el muslo la bala destinada al pobre individuo. Haberle salvado la vida fue un atenuante manejado con gran pericia por su defensor.
Cuando quedó libre, un golpe de suerte lo acercó a una solterona desvaída que necesitaba apoyar en un flanco musculoso y con nieve en las sienes sus cajoneras repletas de “mosca fuerte”. Se convirtió en mantenido y…lo demás es lo de menos.

Asió el papel perfumado y lo desdobló. “Nada ha cambiado excepto el paso del tiempo sobre mi corazón que guarda tu recuerdo y… un bultito en una de mis mamas. Es un hombre bueno y trabajador que me colma de atenciones y sabe lo que le reservo. Sólo te pido que te acerques lo necesario para que nos miremos por última vez”.
Embargado de extrema melancolía guarda el papel y la invitación en un bolsillo, juega por unos momentos con la caja de cerillas haciéndola girar entre los dedos. Se levanta lentamente, guarda los lentes en el bolsillo superior de la robe.
Se acerca a la ventana empañada, limpia con la palma un amplio espacio por donde se introduce al reflejo lechoso de las luces del aparcamiento. A intervalos el viento silba por los resquicios de alguna abertura a medio cerrar. Prende un cigarrillo con una cerilla que apaga con leve soplido, no obstante mantener por unos instantes el cabo apagado entre los dedos. Mira hacia aquellas luces suspendido en el tiempo, como descreyendo de “su” realidad.
Agita por unos instantes los cabellos grises como tratando de despertar de un sueño, echa una larga bocanada y siente que algo mojado resbala por sus mejillas.
Una chica abrigada como para ir al polo es arrastrada por un perro enorme que apenas puede sujetar con la correa. Un auto se detiene por ahí cerca, baja una mujer cerrando la puerta delantera con furia. Se aleja taconeando, tomada del asa de una cartera enorme que lleva colgada. Su silueta milonguera se pierde al doblar la esquina.
Una voz femenina, desde otra habitación, lo saca del intenso sopor.
- Cielito ¿llegaste?…Se enfrió el ambiente, el sistema debe andar mal nuevamente ¿no te fijás? Todavía están por arreglarlo estos tipos de la inmobiliaria. ¡Qué descarados¡
- Si…ya voy Clarisa. Ya voy.
- Cualquier cosa…me calentás un porroncito de agua ¿eh, mi viejito lindo?
- Si, Clarisa…si…


Texto agregado el 24-10-2009, y leído por 119 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-10-2009 Qué pedazo de historia y qué bien contada, me encantó, no le falta nada. Chantal-Deveraux
 
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