El perfume penetrante de la trementina y los pinceles ordenados en el vaso como flores, mirando al cielo.
La mesa de trabajo, casi un Pollock desconocido en el exilio; objetos variados ganando color, texturas y brillo en cada pincelada.
Marcos vacíos en turno por rejuvenecer, sillas y mesas en compás de espera para volver a servir.
La luz de la tarde entrando por la pequeña ventana del taller y el destello del oro en partículas, revoloteando en el espacio, ante el rayo de sol.
Los óleos ordenados en la caja de pinturas junto a las múltiples botellas con laca y barniz para proteger colores.
Las manos, sus manos, su orden, su lugar.
Mi padre en su mundo donde transcurrían sus días y en los que transformaba las cosas que alguien quería restaurar.

La vejez y la enfermedad. La decisión de dejar de trabajar y abandonar el lugar que había construido para no volver a ocuparlo jamás.
El refugio en su casa, el encierro en sí mismo, el silencio y la espera de la muerte.
El cierre definitivo de la entrada del sol de la tarde y el oro en partículas sin poder relucir en el espacio.
Guardar los pinceles y los óleos en cajas ciegas y dejar secar los barnices junto a las lacas.

Ya sólo los recuerdos. Los míos y los de quienes lo conocieron. Su persistencia en estas líneas, que apenas resumen imágenes y objetos aislados, sin orden ni jerarquía.
El taller que existe en las evocaciones de quienes lo conocieron. Mi memoria, su memoria. Frágiles recuerdos que cuando hayan desaparecido, entonces el taller habrá cerrado definitivamente.


Buenas tardes Don Luis.