A veces me sucedía, siendo un adolescente, que al irme a la cama, no bien estaba arrebujado entre las sábanas, una suerte de vacuidad se apoderaba de mi espíritu y sintiéndome sólo en medio del vértigo existencial, me largaba a llorar con amargura. Después de ese rapto de melancolía, me quedaba dormido y es posible que me asolaran terribles pesadillas.
Un poco antes, cuando comenzaba a despedirme de mi niñez, recuerdo claramente una tarde, en que mientras copiaba un mapa de América del Sur, sin razón aparente, comencé a llorar con desconsuelo. Yo aduje que mi desesperación se debía a la complejidad de la tarea, a la imposibilidad de reproducir con fidelidad los trazos de la carta geográfica que tenía a mi disposición. En el fondo, mi llanto era más visceral, me amargaba la precariedad de la existencia humana, la extinción de mis seres queridos, la sensación de incertidumbre que se cernía sobre todos nosotros.
Más tarde, me di cuenta que todas esas dudas, no eran sino el eco de un pasado remoto, heredado en mis genes por mis ancestros, quienes debieron también, en su debido momento, haberse sumergido en ese pozo melancólico que negaba toda respuesta cierta y sí una mortaja negra que obnubilaba sus sentidos. Busqué, por lo tanto, en un librillo de antropología, en otro de filosofía hindú y en cientos de novelas y tratados psicológicos, alguna luz para mi mente anonadada. Y rescaté un poco de acá, otro de allá, apelé a la fantasía y de todo ello, resultó un menjunje que me pareció ya más digerible.
Y pensé, que lo mismo deben haber hecho millares y millares de seres, algunos cobijándose en religiones acomodaticias para cada uno, otros, creando nuevas hipótesis y teorías, con el único fin de anclar sus existencias a cualquier cosa que le diese un poco de firmeza.
Y así sobreviví hasta ahora, navegando en cierta forma a la deriva en materia existencial, negándome a pertenecer a sectas o partidos, inmerso en los marasmos de mi propia incertidumbre, contemplando con curiosidad a aquellos que creen tener saldadas todas sus cuentas y bien anclado su espíritu. Cuando me topo con uno de ellos, pienso en ese ser prehistórico, que, de pronto, se encontró en medio de la soledad, sin una religión que lo sustentara, sin un filósofo que lo pusiera en vereda, sin alguna luz que le indicara el camino. Y, pese a todo, ese hombre sobrevivió. Igual que yo…
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