Parece que el tiempo es como un dulce coñac, que embriaga la memoria de recuerdos; suspira, exhala, emociónate. Recuerdo que el sol se escondía siempre en la concavidad más exuberante de tus ojos, ya dormidos; algo de nostalgia se me pega en la pupila, se me tiñe la tarde de aquel color té que se cuelga sobre el cielo.
Recuerdo, también, que intenté adivinar el destino en cada arruga de tu rostro, talvez sólo buscaba el secreto de la vida, la semilla que nos haría renacer un día de verano, el modo en que secaríamos el desastre que nos dejó aquel invierno; y espié cada milímetro de tu mirada perdida, para ver mi propio futuro entre tus ojos.
Sé que es tarde, talvez, y me distraigo atrapando las burbujas de jabón que algún niño suelta alegremente hacía mi ventana. Muchos sueños se quedaron en la fila del autobús esperando el largo viaje que los transformaría en vida misma, tanto que me prometí a mi misma, pero así es la vida.
Últimamente me siento un poco cansada y aunque siento que me duermo, sonrío imaginando la carrera del avestruz, el vuelo de una cometa hasta perderse en el horizonte, la eterna constante del destino, la levitación de un sentimiento eterno, la lluvia cubriendo la misma tierra impregnada de mi cuerpo donde las raíces de los árboles y las flores penetrarán violentamente los desastres de mi piel, todo aquello que será, al final de este tiempo que aun me pertenece, sólo la continuidad de mi espíritu, la propia vida de mi muerte.
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