Oportunidades.
El típico olor a pescado fresco se sentía con más intensidad a esa hora de la mañana. El mercado Central, desde la madrugada, abría sus puertas a quienes fueran en busca de alivio a la resaca nocturna; también llegaban hasta el lugar comerciantes que procuraban buenos precios y calidad, ya que todo llegaba directo de las playas cercanas, así que los productos de mar expelían un aroma irresistible. Dentro del recinto, el vaho de exquisitas pailas marinas, pescados fritos y mariscos preparados de distintas formas, invitaban a los comensales. También los perros callejeros se acercaban a tan apetitoso aroma, sólo a escobazo limpio lograban librarse de ellos, los vendedores.
José se paseó por el interior, recreando la vista con la cantidad de peces, almejas, erizos, picorocos y demases, a la vez que engañaba a las tripas, aspirando profundo, diciéndoles que ese sería su desayuno y almuerzo; sólo el aroma.
Un trabajador del lugar proseguía su faena indiferente. Generosamente esparcía agua por las baldosas, para luego barrer vigorosamente, quitando los restos de suciedad. Otro, más allá, afilaba los cuchillos con los que luego limpiaría y filetearía corvinas, merluzas y salmones.
- -Patroncito, ¿necesita ayudante?- dijo el joven, tímido.-
- -Lo siento m’hijo, la pega no está muy buena, con los dos que habimos estamos bien, a veces, hasta nosotros mismos sobramos-. Se disculpó el hombre, que parecía el dueño.
- -Gracias de todas maneras, patrón.- José se alejó lentamente.
Lo cierto es que no tenía apuro alguno; estaba cansado de tanto buscar trabajo y siempre obtener la misma respuesta.
A sus diecinueve años, ya se sentía defraudado de la sociedad; al acabar el colegio se creía dueño del mundo, fue el mejor alumno de su promoción, el promedio más alto en un universo de 400 alumnos cursando el último año en ese plantel. Lo cierto era que su colegio pertenecía al estado, estaba ubicado en uno de los sectores más pobres de la ciudad y lo que él creía eran grandes conocimientos, al momento de dar exámenes para ingresar a la universidad, comprobó que distaba mucho de una buena educación.
Era regla general en el poblado donde vivía, que sus amigos y conocidos apenas terminaban la primaria y sólo contados, la secundaria.
Muchos trabajaban en albañilería y carpintería, otros cuidando autos o vendiendo helados en la locomoción colectiva, muchos se dedicaban a robar.
José no quería nada de eso para él, soñaba con alguna vez trabajar en una oficina, tener secretaria, vestir esos hermosos trajes azules o grises con corbata y que le dijeran “señor”.
Su padre trabajaba de obrero en las construcciones de edificios; su madre trabajaba haciendo la limpieza en casas muy hermosas, así como las que él soñaba comprarle un día.
- Hijo, ¡ya despierta!- le pedía la señora.-
- Mejor anda a trabajar con tu papá.- Le recomendaba ella, no quería desilusionarlo, pero se necesitaba dinero en casa.
Cruzó hacia la plaza, frente al mercado y se sentó en un escaño.
Se había conseguido dinero para locomoción; llevaba un archivador con un montón de hojas con solicitudes de empleo, aún tenía que tomarse fotos para agregarla a sus antecedentes. Esperaba que hoy fuera su día de suerte.
Miró atentamente los expedientes, caviló, meditó, suspiró. Cruzó el puente sobre el río Mapocho y caminó hacia La Vega. Entró a un negocio y a los pocos minutos salió de él portando bajo el brazo una caja de helados. Un transporte colectivo reanudaba lentamente su marcha, José aprovechó de abordarlo a la carrera, sacó un helado de la caja y comenzó a caminar por el pasillo mostrando y pregonando su mercadería; se repetía, con un nudo en la garganta: “Será sólo por esta vez, sólo por esta vez”.
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