De la herida en su brazo derecho emanaba un torrente de sangre, espesa y oscura en la oscuridad del cuarto de herramientas y cachureos, mezclándose con el polvo del suelo hasta formar un charco negro a sus pies. En la otra mano sostenía una hoja de afeitar medio oxidada. Estaba hipnotizado por el espectáculo de su propia muerte cuando notó que la sangre había dejado de escurrir y la herida se cerraba ante sus ojos.
Efeso volvió a cortarse, esta vez con tanta fuerza que la carne de su antebrazo derecho se abrió dejando al descubierto los huesos. La sangre brotó a borbotones y salpicó sus pies descalzos durante escasos segundos. Luego la herida sanó con abrumadora rapidez. Era un joven sano, lo sabía muy bien, fornido y alto pese a tener sólo catorce años y una pésima alimentación, pero nunca había sanado así de rápido, menos aún de un corte tan profundo. Se sentía sorprendido y asustado. Sólo quería morir, ¿era tan difícil? Miles de personas morían cada día al cruzar la calle y él no podía desangrarse con una simple hoja de afeitar.
El perro ladraba afuera mientras Claudio, uno de sus seis hermanos, gruñía en el idioma de la calle y amenazaba con matar al animal. La madre, dando golpes sobre la puerta del refrigerador, murmuraba y repetía la salmodia de brutalidades que Efeso recordaba desde su infancia: "Ojalá se murieran todos ahora, para gastar menos en comida y poder comprar un televisor nuevo, ¡una casa nueva!, lejos de toda esta mierda. Ojalá se maten, se envenenen con pasta, se metan en una patota y los acuchillen o los baleen, a los siete. Por su culpa tengo que aguantar los golpes del Raúl, lavar los platos, limpiar sus cagadas. Hace diez años que no tenemos vacaciones, no comemos carne ni me compro un vestido nuevo. Puras mierdas usadas, vienesas, arroz y tallarines. Ya estoy vieja para lanzarme a la vida a buscar otro hombre. ¡Ustedes me han consumido hasta los huesos! Ya no aguanto más…". El tono y la modulación eran distintos, violentos, brutales, llenos de odio y saliva y actuaban como un hierro candente en el subconsciente de su hijo menor.
Efeso no podía llamarla Madre. Ninguno de sus hermanos lo hacía. Lo más cercano a esa palabra era "Vieja" y no había ni una pizca de cariño al pronunciarla. Seguían viviendo allí al cobijo de ese techo que se filtraba con cada lluvia porque tenían alimento seguro, pese al manifiesto odio de la Vieja. Su padre, Raúl, trabajaba como obrero construyendo edificios de departamentos en Las Condes, acarreando sacos con cemento o lo que fuera necesario, y llegaba exhausto a casa, aunque no lo suficiente. Unas veces la golpeaba, otras la violaba. Ella guardaba silencio desquitándose con sus hijos.
Raúl siempre respondía a tiempo con su sueldo y lo entregaba gruñendo de rabia por no poder aprovechar nada para un rato de juerga en algún sucucho de los que se apiñan cerca del Mapocho. Pero estaba orgulloso de sus hijos drogadictos, aún de Efeso, tan parecido a él mismo en su infancia. Los días libres se emborrachaba con ellos y se daban de golpes cuando apenas les quedaban fuerzas suficientes para sostenerse sobre el suelo. Los alentaba a delinquir, "así se hacen los hombres de verdad" decía y repetía hasta que ya no podía modular. Los envolvía en sus propios negocios fraudulentos y como seis de los siete eran menores de edad aún, estaba seguro de tenerlos de vuelta en casa sin mucha demora.
Efeso salió del cuarto con el brazo como nuevo, aunque manchado con sangre seca. Caminó inseguro hasta el baño y tropezó con Bruto, el perro. Tres garrapatas grises y abultadas asomaban sobre su oreja derecha, tenía cicatrices atroces en el hocico y las patas, además de una horrible herida en el lomo que se negaba a sanar. Pero movía la cola lleno de vida, suficiente para devolver a Efeso al mundo real. Era su mascota, de él dependía y sólo a él demostraba su afecto. Apenas lloviera, se prometió enjabonarlo y desparasitarlo hasta que pareciera poodle.
El baño hedía a mierda acumulada durante años. Los vapores del pozo subían y se condensaban en los muros de madera, empapelados con periódicos amarillentos. A un lado de la letrina había un lavamanos alimentado por cañería desde una torre de agua que llenaban una vez al mes con ayuda del municipio. Y sobre la pileta oxidada colgaba un trozo de espejo recogido en la calle que reflejaba un rostro melancólico, el concho de una familia que no merecía serlo. A menudo Efeso imaginaba qué habría sido de él si el destino le hubiese dado vida en otro cuerpo, como el primer hijo de una pareja de jóvenes enamorados que le dedicaran al menos un octavo de su tiempo. En ese preciso momento tendría que hacer las tareas del colegio antes de jugar con el Nintendo. Podría comer un poco del helado que mamá guarda en el refrigerador o tomar un vaso grande de Pap con hielo, llamar a un amigo por teléfono, sentarse a ver monitos en la tele, escuchar radio, dibujar con sus lápices scripto y jugar con su perro en el patio lleno de pasto y flores. Podría elevar volantín o aburrirse con sus juguetes, los mismos que aparecen en la televisión cuando se acerca Navidad. Tendría muchos, tantos que no sabría dónde ponerlos.
Pensar en todo lo que no podía hacer ni tener por ser él y no otro lo angustiaba sin remedio. No podía ser otro sino él mismo. Podría escapar, acudir a un hogar, pedir limosna para comprar comida y dormir en algún rincón techado. Un amigo suyo lo hizo y vivía tapado con cartones, comiendo lo que pillaba y limosneando todo el tiempo, dispuesto a cualquier cosa por un plato de comida o una cucharada de neoprén. Estaba acabado a pesar de ser tan joven y Efeso no quería acabar en lo mismo. Prefería aguantar una que otra cachetada de su madre, el plato de arroz con vienesa, los coscorrones y borracheras de su padre, que lo obligaba a beber con él ese asqueroso pipeño en garrafa. No podía ir al colegio porque no tenía uniforme ni dinero para materiales ni nada. Todo se iba con la comida. Estaba condenado a ser como sus hermanos, un patán adicto a la pasta base, cogotero, con el rostro marcado por la vida en la calle.
En alguna parte tenía que haber alguien que le diera techo y comida sin pedir nada más que afecto a cambio. No tenía otra cosa que dar. Su cuerpo era la última opción, entregarse a algún huevón ansioso por algo de comida. Dejarse violar, prostituirse. Quizá enfermara de sida y contagiara a muchos más por trozos de pan. Tenía miedo aun de pensar en esa posibilidad, dejar de ser dueño de sí mismo. Prefería morir antes, pero, recordó mirando la sangre seca en su cuerpo, no podía morir.
Aún tenía la hoja de afeitar en su mano izquierda. Armándose de valor alzó el arma y cortó su cuello. Alcanzó a ver la explosión, el espejo cubierto por un chorro de sangre que manchaba hasta el techo. No pensó en nada. Seguramente despertaría luego, flotando sobre un charco de su propia sangre, cansado, pero vivo.
Y despertó con el ladrido de Bruto. Vio al perro lamer el último rastro de sangre de su cuerpo antes de patearlo molesto. Salió del baño con un ligero mareo. Bruto había desaparecido y ladraba en el callejón que se formaba entre los muros de la casa y el patio del vecino. Luego oyó un gemido, un grito de victoria seguido por otro de asco y nada. Silencio. Efeso corrió por detrás de la casa hasta el callejón, atravesó la barrera de enredaderas secas y se detuvo dos pasos adelante del recodo.
Vio a Claudio junto con Andrés y Pablo, los tres con los ojos desorbitados por la pasta base, mirando el cadáver de Bruto entre ellos. No había emoción en sus sonrisas sádicas ni en sus ademanes furiosos, salvo en la actitud que demostraba un claro desafío. Era el perro de Efeso y no hacía nada más que dejar su mierda en cualquier lugar del patio y ladrarles todo el tiempo. Y para colmo le daban sus sobras en vez de guardarlas. Era una molestia.
Efeso volvió sobre sus pasos sin pensar ni sentir nada, entró al baño y se lavó el rostro con efusivas libaciones. En el espejo sólo vio sangre seca y supo de inmediato que esa era la respuesta a su inquietud. Sangre, su sangre, la sangre de sus hermanos, de su madre y padre, derramada sobre el mismo suelo, mezclándose como diarrea en los alcantarillados. Los mataría uno por uno, o a todos de un solo golpe y tendría que hacerlo pronto. Veneno, en la noche, en la comida, suficiente para secar sus cuerpos durante el sueño. Veneno para ratas, el que guardaban en el cuarto de cachureos, disuelto en el agua del arroz o los tallarines. Tenía que asegurarse que todos comieran.
Sin esperar más, entró al cuarto donde había intentado morir y recogió el veneno que yacía disperso por el suelo entre los coágulos de su propia sangre. Guardó cuanto pudo en un bolsillo del pantalón y entró a la casa, asomándose en la cocina. Mamá preparaba tallarines, otra vez. Sería fácil…
Volvió al baño con un vaso plástico y disolvió los zurullos. Se miró entre la sangre seca del espejo y vio un asesino despiadado. Cualquier otro habría visto un pobre niño con tendencia al gigantismo y un hambre interminable de afecto. A pesar de saber que cometía su primer delito, no había otra traba moral en su conciencia. "Tendría que matar tarde o temprano", pensó encogiéndose de hombros, sin culpa. El caldo en el vaso estaba preparado. Untó un dedo en el brebaje y lo probó.
Sintió escalofríos. No era amargo, sino dulce e incluso agradable. Volvió a la cocina. Mamá se lavaba las manos dando la espalda a la sartén con salsa. Efeso entró sigiloso, vertió el contenido del vaso sobre la pasta roja y revolvió con la cuchara de palo. Ya estaba hecho, no podía volver atrás sin recibir un duro castigo que podría dejarlo al borde de la muerte, aunque eso no le preocupaba realmente.
Probó la cuchara y sintió el pesado sabor a callampas.
-¡Deja eso pendejo mierda!- rugió la madre dándole una fuerte palmada en la cabeza. Efeso escapó al cuarto donde solía dormir, seguido por una batahola de insultos que ya conocía de memoria y se tendió en la cama ancha que albergaba cada noche a tres drogadictos con pesadillas y a él. Intentó dormir, pero no pudo. Faltaba poco para la llegada de Raúl, siempre tan puntual para ver los resúmenes del fútbol en el televisor viejo que se negaba a cambiar de canal.
Mientras esperaba imaginó a todos sentados en los sillones y sillas, como siempre solían hacer, comiendo a dentelladas los tallarines aún calientes, sin masticar, salpicándose enteros. La salsa les chorrearía por las comisuras de sus bocas y lentamente los inundaría un agradable sopor. Al sentirse cansados, se irían a dormir y desaparecerían en sus respectivos cuartos. Efeso los estaría viendo desde algún rincón, comiendo lo mismo que ellos, fingiendo dormir, sin sentir las patadas nerviosas de sus hermanos drogadictos. A la mañana siguiente saquearía la casa en busca de todo lo que le sirviera para vivir en la clandestinidad, bajo un puente o cubriéndose con trozos de cartón, y se marcharía para siempre. Dejaría a su familia dormir plácidamente hasta que olieran mal. Con suerte nadie notaría que faltaba el menor. Ni siquiera estaba inscrito en el registro civil. Al igual que el resto de sus hermanos, era un fantasma.
Despertó sobresaltado. Ya era de noche y alguien gritaba de dolor. Era su madre, que se retorcía en el suelo abrazándose el estómago, mientras Raúl le daba patadas en el trasero.
-¡Para de alaraquear, vieja culiá! No te pegué tan fuerte.- gruñía borracho, mientras sus hijos se repartían el contenido de un paquete que acababa de entregarles, ignorando la escena.- ¡Pobre de ti que digai algo, conche'tumare, que te reviento la jeta de un puro charchazo.- Se sentó junto a la pequeña mesa, pasando a llevar con un codo el florero y derramando el agua fétida sobre su plato de tallarines.
Sin darse cuenta del accidente, Raúl enroscó los fideos en el tenedor y se lo llevó a la boca. Repitió el ejercicio tres veces y escupió parte del último bocado con una arcada. Se limpió con el mantel floreado y serpenteó exhausto hasta su cuarto. El sonido de sus botas golpeando el piso de madera fue la señal de que pronto se quedaría dormido.
Efeso salió de donde se hallaba y vio a su madre inconsciente tendida en el suelo. No sentía nada por ella, ni siquiera odio. Sería como manipular un animal muerto. Sin esperar más, la tomó de las piernas y arrastró su cuerpo flácido sin mucha dificultad al cuarto donde estaba Raúl, totalmente dormido. Sus seis hermanos debían estar fumando en el patio y apenas acabaran y se sintieran angustiados, los asaltaría el hambre y registrarían la cocina en busca de trozos de pan o restos de la comida.
Decidido a acabar con lo que había comenzado, sirvió tres platos más con iguales cantidades de fideos y los dejó junto a las sobras del que había comido Raúl. Recorrió la cocina con el corazón dándole fuertes golpes contra el pecho, pues las risotadas en el patio indicaban que el momento que había esperado se acercaba, y recolectó cualquier pizca de comida, nueva y añeja, para esconderlas bajo la cama de Raúl, que se retorcía en sueños aquejado de un fuerte dolor estomacal.
Salió de la casa por la puerta delantera y se ocultó en las sombras del pasaje. Al cabo de un rato oyó los gruñidos molestos de uno u otro de sus hermanos peleándose por la comida. Hacía frío, pero estaba preparado para esa eventualidad. Se colocó el chaleco que llevaba amarrado a la cintura y se acurrucó en el callejón donde aún yacía Bruto. Soñó con ser otro, lejos de allí, en un lugar donde todas las calles están pavimentadas y los patios cubiertos con pasto, donde los perros no tienen garrapatas y los techos de las casas no se filtran cuando llueve ni se quiebran con el calor del verano. Su madre es joven y lo regaña con una sonrisa cada vez que se niega a hacer sus tareas. Tiene una cama para él solo, un cuarto amplio lleno de repisas con juguetes, películas Disney y revistas para pintar. Y cada vez que le da la gana, juega con el Nintendo o con sus docenas de amigos.
Despertó con el amanecer, entumecido por el frío, pero alegre. Entró a la casa y vio a tres de sus hermanos tendidos aquí y allá con hilos de sangre saliendo de sus bocas. Alguno de ellos había perdido el control de su esfínter al morir y el lugar apestaba a mierda. Los platos estaban sobre la mesa, limpios, como si les hubieran pasado la lengua. Era un cementerio.
En los cuartos había dos más de sus hermanos y faltaba uno, que yacía tendido boca abajo a un metro del baño. Efeso lo metió a la casa, juntó los seis cuerpos con los de sus padres y contempló su obra.
Asaltado por una repentina duda acudió al cuarto de cachureos y tropezó con la estufa a parafina. Entonces supo qué hacer. Puso la estufa en el cuarto de los cadáveres, vació el estanque sobre los muertos, cerró todas las puertas y ventanas de la casa, abrió las llaves del gas y prendió fuego a Raúl, que ardió junto con su esposa e hijos.
Efeso corrió fuera y no se detuvo hasta que oyó la explosión un minuto después. Sin mirar atrás, se alejó silbando el himno de los siete enanos que acudían gustosos a trabajar. |