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-¡No poh!- alega Mariela a mi derecha, dos metros más allá, haciendo sonar los aros de alpaca que le regalé la primera Navidad.- ¿Por qué tengo que asumir la responsabilidad? ¿Por qué tengo que tomar la iniciativa? Él está enamorado de mí, él tiene que ponerse las pilas...

Su interlocutor carraspea molesto. Pobre Javier, no hallaba la hora de responder.- ¿Y tú que sentí? ¿No estai ni allí?

- Él me gusta, lo quiero... ¡En serio! Pero no sé. No sé qué onda...

Los ignoro. A mi izquierda la otra pareja conversa, en voz tan baja que se confunde con el ruido de las olas y el viento. No imaginan que mi capacidad auditiva es superior al del resto de los mortales.
- Andrea, tú sabes que me interesas, desde hace harto tiempo, y ahora que se acabó el colegio...
- No Claudio, por favor, para. Ya te dije que no pasa nada, en serio. Me da lata que te sientas así, pero en serio, no pasa nada...

También los ignoro. Qué martirio...

Las gemelas Camila y Paola corren por la orilla del mar, saltando parece, a cinco metros de mí, aunque podrían ser más. El viento trae sus sonidos con rapidez incierta. Las imagino vestidas con la misma ropa, las dos, el mismo corte de cabello, los mismos adornos, los mismos pensamientos, confundiéndose y apoyándose la una en la otra. Qué pecado.

- Ya poh Tulio.- grita Sebastián junto a mi oído derecho. No lo oí venir. Es el único que conoce mis dones secretos, le conté en su cumpleaños, luego de tres piscolas. Suerte que el cabro aceptó la revelación como un regalo secreto y no la divulgó por el curso. Mi gran amigo.

Ahora que ya salimos de clases, ahora que no nos oiremos más, me doy cuenta que también los echaré de menos. Este grupito de amigos fueron los únicos que me soportaron, que no se compadecieron por mi discapacidad. O, si acaso lo hicieron, no lo demostraron, y se los agradezco. Me ahorraron muchas depresiones.

-¡Tulio!- insiste Sebastián.

-¡Qué!- gruño. Siempre gruño.

- Amargado.- susurra en el mismo oído, con olor a vino tinto de garrafa y cigarros life.

- Tú serás.- me revelo y lanzo un golpe al aire. Sé que ya no está allí, pero no dejo de intentarlo.

-¡Anda a caminar por la playa!- grita desde lejos. Es increíble cómo logra camuflar sus pasos en la arena, como si flotara.- Anda a refrescarte los oídos. ¡Escucha! Huele. Recuerda...

Si tuviera ojos los abriría como huevos. ¿Es así como los videntes expresan su asombro? Yo sólo puedo levantar las cejas. Sebastián había dado en el clavo. Quizá se lo dijo mi madre cuando pasaron a recogerme ayer a la casa, así debió ser. Qué patán.

Me levanto y extiendo la varita mágica, mi ojo de palo y metal.

-¿Dónde vas?- Se preocupa Mariela. Ella siempre me acompañaba a todas partes, a comprar un dulce al quiosco, a la puerta del baño, al micro, una que otra fiesta de curso... Y todas las veces me repetía hago esto por ti porque soy tu amiga, nada más, poniéndose el parche antes de la herida. Imagino que debe ser terrible cargar en la consciencia con el peso de un enamorado ciego. De modo que no me ilusioné. Fue buena idea.

- Voy a caminar por la orilla.- sonrío. Sé que mis dientes no son muy estéticos, no puedo verlos y hay pocas personas que se atreven a decírmelo sin miedo a herir mi orgullo. Soy ciego, no sé nada de belleza ni fealdad apreciables con los ojos. Que los demás se preocupen. Por eso sonrío cada vez que puedo, exponiendo mi horrenda dentadura a los videntes que se empachan deleitándose con la belleza humana.

- Anda con cuidado.- insiste Mariela y reanuda su discusión con Javier, ahora acerca de cuál bebida es mejor, si la Coca o la Pepsi.

Qué manera de desperdiciar su tiempo, cuando podrían estar disfrutando tanto como yo el descubrimiento de esta nueva dimensión. Yo oigo, huelo y palpo. Aquí tengo, a mi alrededor, la belleza que no puedo ver. No hay nada más ahora que valga las penas que he vivido.

El agua, la extensión inimaginable de mar que cubre el planeta, estalla con siseos y crujidos minúsculos, miles de ellos, que en su conjunto forman un constante palpitar, aquí, sobre mis pies descalzos. A mis costados oigo el mismo jadeo natural, amplificado por la distancia. Huelo los desperdicios mezclados con las gotas de agua marina que me trae el viento. Hay muchos desagües por estos lados. Algas muertas flotando, animalitos que yacen varados donde los dejaron las olas durante la noche, güiros secándose al sol y cochayuyos, tanta muerte. Qué belleza.

Las gemelas pasan por mi lado riendo desvergonzadas. Ya las quiero ver cuando tengan que separarse. Ya las quiero ver, qué dilema. Alguien me contará y formaré la imagen en esta oscuridad, tratando de suponer sus sufrimientos. Me gusta eso, imaginarlas sufrir. Nunca me tomaron muy en cuenta, siempre murmurando a mis espaldas, que los pantalones arrugados, la camisa sucia, la corbata chueca, las espinillas, el cuello sucio y deshilachado... A decir verdad, de mi grupo de amigos ellas nunca fueron verdaderamente amigas. Simplemente estaban allí, todo el tiempo.

-¿Por qué tiene los ojos hundidos?- pregunta una niña desde la arena seca. Su madre se indigna, la reta y se la lleva a pesar de mis reclamos. Quería explicarle, no me molestan ese tipo de preguntas. Las espero con ansia...

No importa. Ahora oigo mejor, estoy en una playa repleta de gente. Pensé que eran gaviotas o lobos marinos. Qué inocente. Tengo que entrenar mejor mi oído, y mi imaginación.

El sol me pega en la cara. No sé de colores, pero se me antoja que debe ser de un rojo intenso. Claro que me han dicho que es amarillo, anaranjado, y eso no me dice nada. Pero mi madre, en su intento por enseñarme los colores había puesto una papa caliente en mi mano, homologando la sensación de calor con el rojo. Luego, para el blanco había usado un hielo. El negro infinito yo ya lo conocía. El resto de los colores se pierden en mi memoria entre jaleas y lechugas.

El cielo, entonces, debe estar bañado de rojo. Pero si el mundo insiste en decir que es azul, allá ellos. Azul, entonces, es un color tibio, menos rojo que el sol y un poco blanco, por la altura.

Enciendo un cigarro. El vicio me lo enseñó Sebastián, contribuyendo a mi sonrisa cautivadora con un adorable color alquitrán. Si el color resultante es tal como sabe, no debe ser muy lindo.

A veces sueño colores. Sí, veo cosas que nunca he visto, mezclas y explosiones, movimientos y no sé qué invadiendo mi mente. Pero sólo cuando duermo. Mamá dice que no nací ciego, que fue un accidente, caí por la escalera. Por eso también cojeo.

Por eso soy tan desdichado.

-¡Tulio!- ruge Sebastián, esta vez en mi oído izquierdo. ¿Acaso puede flotar también sobre el agua?- Ochequetere...

-¡Basta!- me indigno y lanzo un bastonazo al aire. Golpeo algo, oigo el grito de Sebastián, alaridos descontrolados, el resto de mis amigos que se acercan diciendo que no se toque, histéricos, que paren la sangre, cuidado, cuidado...

Y me dejan solo en la orilla.

- Le pegaste en un ojo.- me advierte Mariela antes de irse, haciendo sonar los aros mientras se toma el cabello en un moño. Siempre hace eso cuando se enoja. La he oído muchas veces.- Podría quedar tuerto...

- Qué lástima.- sonrío. Y pienso, sólo tuerto.- Es una lástima...

Ella se va arrastrando los pies y murmurando mi amargura, que yo no era así, pobre Sebastián, pudo ser peor...

Me quedo sintiendo el rojo que me invade el rostro y el blanco que domina mis pies. Sólo tuerto, Sebastián. Qué lástima...

Texto agregado el 09-06-2004, y leído por 164 visitantes. (0 votos)


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