El jefe de policía retó a Gómez por involucrar como consultor a Vignac porque descubrieron que había sido amante de dos de las víctimas, Valeria y Deirdre. Aunque le pidió discreción, Gómez le confirmó al profesor, antes de marcharse con un bufido de cansancio, que el supuesto suicida no había sido culpable en ninguno de los casos de mordidas.
–Recapitulemos, entonces –Vignac se hallaba reunido con el doctor Massei en la casa de Deirdre, adonde se había mudado esa tarde–. El auto marrón lo siguió desde el apart de Lina Chabaneix, si quiere llamarla así, hasta lo de su amiga Julia. Ud. pensó que era uno de mis... empleados, y no le prestó atención. Luego volvió a atacarla. Después fue por personas que yo conocía –agregó susurrante–. Nos ronda como una bestia salvaje, quiere que le temamos. Yo, su enemigo, la molesté hasta sacarla de su escondite, ahora ella quiere vengarse y ha mandado a un vampiro a acosarnos.
–Pero, ¿por qué yo, por qué Julia? –replicó Lucas, escéptico–. Nosotros nunca le hicimos nada.
–Ah... Tal vez por celos, si ese vampiro es el amante –Vignac le clavó los ojos, y Lucas, aunque inocente, tragó en seco–. Tal vez ella lo mandó a deshacerse de Ud.
Pálido, respondió después de un trago de bourbon:
–No... Si hubiera tenido un aliado tan poderoso, no me hubiera necesitado para ocultarse de Ud. La verdad es que corrí más riesgo de vida con sus sicarios, Sr. Vignac, que con ella.
Lucas miró al hombre que había recorrido el mundo en busca de los asesinos de su hermano, y al final encontró al culpable, pero muerto. Toda su venganza tenía que desatarse sobre Lina, la hija. También volvió a su mente ese hombre que lo atacó, con dientes en punta y ojos malignos.
–¡Ya lo sé! ¡Tengo una idea de dónde lo había visto antes!
También Lina sabía de quién se trataba, aunque apenas lo había visto de refilón y estaba muy cambiado. Pegándose a Helio Fernández, cómplice de Vignac, pensaba seguirle la pista. Cada vez que atacaba a alguien que ella conocía, se estremecía, incapaz de entender por qué. Después de tomar un café cargado con mucha azúcar, Helio había ido a la dirección que le indicó Vignac. A Lina no le costó convencerlo de que también quería conocer al extraño, y se sentaron a esperar en el auto. Al rato bajó de un taxi la pelirroja dueña de casa, muy nerviosa, y el cazador, cargado con valijas. Luego apareció la camioneta de Lucas. La orden que recibió Helio fue esperar afuera. Querían armar una trampa, suponiendo que el vampiro iba a venir por Deirdre.
–No creo que aparezca ese maldito –dijo Helio, risueño, a su compañera, cuando el reloj digital mostraba en verde las doce–, con toda esta gente por aquí.
–Yo presiento que va a venir –replicó ella, mirando a lo lejos.
En el jardín había un gran abeto que tapaba la vista de la calle; del otro lado un par de hamacas habían sobrevivido al paso de los años, aunque los niños habían crecido.
El viento sopló entre las ramas y una nube gorda ocultó la luna. De entre las sombras emergió una figura y miró hacia la ventana iluminada del comedor, donde charlaban dos voces masculinas. En el segundo piso, tras las persianas bien cerradas, dormía Deirdre bajo el efecto de un Valium. El hombre alto avanzó hacia la casa. De pronto, alguien se plantó frente a él.
Lina había saltado la cerca, pero Helio demoró en abrir el portón del jardín.
–¡Tú!
En la exclamación Lina había condensado interrogación, duda, y asombro a pesar de la certeza de que se encontraría con alguien que había creído muerto por once años. Él correspondió con una sonrisa complaciente. Ella notó que se había hecho limar los dientes y que estaba muy pálido.
–Así es, querida. ¿No estás contenta de volverme a ver? –su tono era burlón pero amenazante.
Ella sacudió la cabeza. No era una negativa, sólo que no entendía cuál era su juego. Él intentó pasar de largo, Lina lo tomó del brazo, y con violencia, se liberó de ella arrojándola por el aire. Golpeó su cintura contra el travesaño de la hamaca y cayó como una muñeca de trapo. Helio retrocedió, aunque el otro ni se había fijado en él, más atento a los movimientos tras la ventana.
Se escuchó el zumbido de los dardos; no intentó esquivarlos. Uno se clavó en su brazo, otro en su pecho, y se los arrancó sin inmutarse. Lina se acercó con cautela, y él la miró con desprecio:
–Mírate, qué débil y poca cosa que no puedes contra mí ni con estos humanos aunque eres de raza pura. Tu padre estaría muy decepcionado y yo... –en un solo movimiento la había aferrado del cuello pero no apretó. Sólo quería hacerle sentir su dominio–, también estoy muy enojado por tu traición. Viviendo como humana...
–Charles... –Lina susurró, la tenía inmóvil pero en sus ojos no asomó el menor temor–. ¿Qué haces?
Apenas aflojó el apretón de sus dedos, ella se desprendió y se desquitó con una cachetada. Vignac había aparecido en el umbral, desafiante, sacando una pistola del cinto.
–Ah... cazador, qué gusto verte cara a cara –exclamó, y abrió los brazos, invitando a usar su pecho como blanco–. El hermano del hombre que supuestamente me mató y al hermanito de mi querida Niobe –al decirlo Lina notó un brillo de burla en sus ojos, y la ironía enfureció a Vignac–, buscando venganza después de tantos años. Lástima que mi amigo Tarant no esté aquí para terminar contigo, cazador inútil, pero creo que mi amiga lo hará con gusto. ¿No es cierto, Niobe? ¡Mátalo, ahora!
Vignac no había tirado del gatillo, detenido por sus palabras, porque en su boca todo sonaba tan extraño, como una comedia.
Lina se alzó de hombros, y replicó con frialdad: –Yo no sigo tus órdenes. Estás muerto.
En un segundo, Charles la volvió a golpear en el rostro. Vignac despertó y disparó sin mirar, turbado. El hombre recibió un impacto en el muslo que pareció no dolerle, y otro en la cintura, que tampoco lo detuvo. Impactado, Helio corrió a encerrarse en el auto. Vignac aguantó estoico, aunque sabía que no le estaba dando porque el hombre se movía muy rápido. Se le venía encima.
–¡Viejo, no me sirves –le susurró Charles mientras lo levantaba por el cuello apretando hasta que quedó morado–, tu sangre está rancia!
Después, Lucas le contaría lo que pasó mientras lo atendían los paramédicos. Él había salido al ver que lo estaba matando y Lina no pensaba hacer nada. Recogió el rifle del suelo y apuntó. Entonces, sonó una sirena de advertencia –los vecinos habían llamado preocupados por el auto de Helio–, el vampiro soltó a su presa, y huyó por el costado de la casa. Lina lo persiguió.
Charles emergió entre los frutales que había en el fondo y saltó al predio lindero. Lina rodeó la cerca y entró en un patio con piscina. El agua brillaba como petróleo en la noche, en el reflejo percibió la figura trepando a un techo vecino.
En la azotea, él se volvió de repente y la enfrentó:
–Vuelve conmigo a Europa –ordenó con voz profunda, dejando el sarcasmo, y le tendió la mano–. Tú sigues siendo mía, mi esposa. Yo nunca te abandoné.
Lina lo rechazó.
–Yo te vi, muerto... ¿Cómo sobreviviste? ¿Por qué no dijiste algo entonces? Mi padre te adoraba, Charles –le reprochó y su voz, aunque suave, traicionó su ofuscación–. No puedo confiar en ti ahora. No me gusta tu modo de vida, asesinando como si nada.
–¿Has visto de que soy capaz? En este momento recién conoces mi poder –Charles la apretó contra su cuerpo, aspiró su perfume cálido, y la soltó con desdén al sentir que la dureza no aflojaba bajo su ardor–. Mientras no vuelvas conmigo, seguiré destruyendo este mundo en el que vives y que te gusta tanto.
Una potente linterna barrió la azotea pero Charles ya había desaparecido. Pensando en sus palabras, Lina frunció el ceño, y se sentó junto al tanque de agua a salvo de la luz, ajustándose la chaqueta porque había comenzado a caer una llovizna helada.
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