Ramírez es joyero y está de zozobra. La congoja lo tiene de blanco por estos días. Un juguete del desasosiego. Ramírez siente que el tiempo se alarga, es consciente del paso de cada minuto que estira su sufrir como una máquina de tortura de la Edad Media. Ramírez. Hay siempre una semana al año en la que la espesura del pasado se instala en su presente, una semana en la que tiembla como un poseso y orbitan su cabeza el temor y el terror. Compra todos los diarios. Y, atropelladamente, los lee. Recela encontrar una información menos vaga que las de los años anteriores. Tiene miedo de hallar una noticia con más datos que las nubes acostumbradas, una noticia donde las certidumbres superen a las conjeturas e imprecisiones. Ramírez teme que hablen de él, que hagan demasiado ruido con su nombre, que algún periodista investigue más a fondo y encuentre documentos o testigos que prueben el hecho de manera incontestable. Teme un reclamo centroamericano.
Ramírez, hombre entrado en años, de miserable pasado, presente venturoso y cuatro niños que lo llaman padre. Lo vemos caminar en dirección a su casa, con el brazo derecho aprisiona los periódicos comprados en el kiosco. Cada paso que da incrementa su pesar. Siente el arrepentimiento por haberse ufanado en la ronda de amigos cuando recibió el pedido aquel:
—Si el mismísimo Presidente de la República recomienda mi trabajo a otros poderosos quiere decir que soy el mejor joyero de Luque o sea del Paraguay.
No lo podía evitar, era propaganda para su joyería y para él mismo. Los amigos y colegas supieron que había recibido de aquel militar extranjero una buena cantidad de oro para ser trabajado, ese pez gordo que nadaba muy lejos de su estanque originario le había encomendado su precioso metal.
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La caravana transita la Avenida España. Todo es normalidad. Hileras de autos circulando por ambos carriles. Bocinazos esporádicos, el endemoniado aroma de los caños de escape. Vemos a un lujoso Mercedes Benz blanco en el cual viaja el general extranjero y detrás, infaltable, el automóvil con los custodios. No es cuestión de descuidar la seguridad. Hay que ser precavidos porque el rencor es el motor de innumerables acciones. Aunque en el Paraguay de Stroessner la seguridad está garantizada, todo está controlado. El Gran Hermano todo lo ve, nada se le escapa. Hay espías de peludos pies esparcidos estratégicamente para cubrir por completo el territorio patrio.
Mientras tanto, sobre la misma Avenida España, en la casa de Julio Iglesias todo está también preparado. En la mente de Enrique está contemplado cada detalle. También todo está bajo control. Los planes para ejecutar la misión están desarrollándose de manera magnífica. En la casa alquilada falsamente a nombre del cantante español siguen practicando, repasando el plan hasta en sus detalles más insustanciales. Qué pasa si… Hacemos esto. ¿Y si pasara esto? Procedemos así. Enrique reitera a su gente que el momento se acerca, les reafirma que la misión es un ajedrez donde se apuesta la vida y que por ello ni un solo cabo puede quedar al arbitrio del azar.
En el asiento trasero de la limusina Mercedes Benz, el general foráneo conversa con su acompañante. Las propuestas de nuevos negocios amarran su atención. Hay proyectos de bienes raíces, de pozos petrolíferos y minas de diamantes. El interior del automóvil es un hervidero de ideas. Se habla de empresas, de acciones. Se mencionan millones de dólares y operaciones bursátiles, se habla de fondos de capital de riesgo, de retornos de inversión, de exenciones impositivas. Se citan paraísos fiscales y nombres de bancos de pronunciación complicada. Dentro del vehículo todo es número, como para Pitágoras. La caravana sigue su avance sobre el pavimento asunceno.
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Ramírez tiene un acabado dominio del oficio de manipular el oro. Sus manos conocen cómo derretirlo y darle forma. Lo saben fundir para hacerlo renacer de sus cenizas, colocando las moléculas en otra posición. Ramírez está orgulloso de su oficio. Unas semanas atrás había venido ese militar extranjero a solicitar su arte, recomendado por el propio Stroessner, el dictador que asfixiaba al país ya por más de un cuarto de siglo. Ramírez no podía fallar. Fueron días de intensa dedicación y escaso sueño. Pero habían valido la pena. Sus ojos contemplaban ahora el trabajo concluido. Los lingotes de oro eran ya parte del pasado. Ahora, reagrupadas, sus moléculas formaban un grande y precioso collar y dos pulseras de alta majestad. Genuino arte luqueño. El oro que en este momento siente la textura de la mano de Ramírez, pronto conocerá la de la mano militar, la mano que ha empuñado el sable, la del saludo marcial, la mano que ordenaba.
Ramírez está en la ciudad de Luque, contempla su trabajo con orgullo y completamente ajeno al conocimiento de que en Asunción, a pocos kilómetros de allí, está por suceder algo que marcará para siempre su destino. La caravana del general será interceptada. El grupo B se encontrará con el grupo A. Encontronazo. Ramírez ignora que ese día le deparará una alegría casi nicaragüense.
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Pasados varios minutos de las diez de la mañana del 17 de setiembre de 1.980 la Operación Reptil, que tenía a Asunción como escenario de operaciones, alcanza su epicentro.
— ¡Blanco, blanco! —brama el walkie-talkie.
De súbito, una camioneta se cruza transversalmente sobre la Avenida España y hace que se detenga la caravana del general extranjero. La bazuca señala al automóvil, pero el cohete queda atragantado en el tubo. Enrique contempla la mudez de la bazuca y entra en acción, inmediatamente rocía al vehículo con su verborrágico fusil de asalto M-16. Se porta bien el arma, tartamudea su fuego con precisión hasta vaciar el cargador. Treinta disparos telegrafían agujeros por doquier con su Morse mortal. De súbito, la Avenida España es un estruendo que rompe la mañana. La atrabiliaria bazuca RPG-2 pide revancha y escupe su ígnea rabia, levanta metales, despelleja, descapota, quebranta huesos, quema la piel, desfigura y esparce las vísceras civiles y militares hacia todas las direcciones como la propiedad isotrópica de la luz. El líder, Enrique, escapa con los suyos después de aureolar de éxito la misión. El motor de la limusina Mercedes Benz no se ha enterado de nada: sigue latiendo.
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Ramírez llega, al fin, a su casa con la multitud de diarios de la fecha. Su zozobra sigue, y seguirá aún por unos días. Ramírez sabe que pocos le creyeron cuando contó que habían venido a retirar el pedido la noche antes. Casi nadie le creyó y menos aun cuando con el correr de los años su casa fue creciendo hacia arriba y su joyería se convirtió en la mejor de la ciudad.
Ramírez continúa en zozobra. Teme ver aparecer su nombre en los diarios. El rumor puede ser perjudicial para todo lo que ha logrado. Sabe que deberá aprender a vivir con ello durante el resto de su vida, irá pagando en cuotas anuales el áureo presente del destino, su mágica chiripa. Sufrirá y sobrellevará esa semana con paciencia, porque tampoco ignora que dentro de unos días los periódicos se olvidarán nuevamente del tema y las cosas volverán a la normalidad hasta el próximo año.
En segundos más, Ramírez ocupará el sofá y hojeará los diarios. Y verá allí las mismas fotos de cada año: el Mercedes Benz descapotado de un bazucazo, los cuerpos descoyuntados a balazos, la cara ensangrentada del General Anastasio Somoza Debayle, su involuntario benefactor, muerto por un comando revolucionario liderado por Enrique Gorriarán Merlo e incapaz por ello de retirar el trabajo solicitado a su taller de joyas. |