El hombre nace dormido y a golpe de nalgada abre los ojos con tremendo llanto. Al principio no distingue nada, todo es confuso, extraño para su incipiente vista. La luz le cala en sus ojos. Acaba de despertar de un sueño profundo del que no recuerda nada en absoluto. Poco a poco se acostumbra a la luz del ambiente y comienza a diferenciar su entorno. Cada vez quiere ver más lo que lo rodea. Pasa su vida buscando ávidamente en las formas externas, algo que ni el mismo sabe. Le han dicho que tiene que buscar a Alguien, cuya forma nadie ha visto. Recopila toda la información posible tratando de conocer a esa Entidad antropomorfizada por el resto. No se ha dado cuenta que ha caído preso en una inmensa red, donde la mayoría se encuentra. Trata de abrir sus ojos, buscando Aquello que le han dicho; y, no es hasta que los cierra, cuando en muy escasas ocasiones logra encontrarlo.
Pocos son los que se dan cuenta, que tener los ojos abiertos no es garantía para ver cómo encontrar Aquello que los creó. Entonces, buscan estar a solas, con la mínima compañía necesaria; cierran sus ojos, y en la oscuridad interior deviene otro tipo de luz, diferente de la exterior. Es un Sol distinto, que no lastima la pupila, ni quema la piel; más bien, relaja, apacigua, conforta, libera y unifica al ser humano con Aquello de donde proviene. Después de su primer encuentro, el hombre se ha dado cuenta que Aquello de donde procede se encuentra en su interior y en el interior de todo ser semejante. Con este conocimiento, cambia su perspectiva de la vida y de su entorno. Ya no necesita buscar más en lo de afuera, pues ahora sabe que todo está en su interior. Con esta experiencia acepta lo externo como complemento de lo interno, pues lo de afuera le ha ayudado a ver lo de adentro.
En otras palabras, lo exterior hace las veces de un espejo en donde lo de adentro se refleja en lo de afuera, según la Ley de Reciprocidad.
El hombre vive adentro y vive afuera, y en este constante ir y venir experimenta la paradoja divina: duerme y está despierto, mira y no mira, sabe y no sabe, es y no es.
Cerré mis ojos para nacer y abrí mis ojos para morir. Los cerré al plano espiritual para nacer a esta vida de ilusión, donde los mantengo “cerrados” hasta que los “abra” para “morir” a la vida terrenal y regresar a la vida espiritual.
De todo lo anterior se deduce que el Verdadero Hombre “cierra sus ojos” para llegar a este mundo, olvidando quién es realmente, dando lugar así al hombre ilusorio o experimentador, cuyos ojos externos se acostumbran a la luz física, hasta que la verdadera visión se abre para permitir la Luz interior.
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