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El cursor parpadea al inicio de la metáfora de página en blanco del procesador de palabras, no demasiado lento ni demasiado rápido, esperando con esa inacabable paciencia digital que tiene la laptop, dándote a entender que lo único que debes hacer es pulsar las teclas necesarias para llenar de palabras la página. Es más, para la máquina realmente se trata de llenar la página de caracteres, uno al lado del otro, a capricho o no de quien escribe, ad líbitum, ad nauseam. Vomitar caracteres, en español o inglés, o por qué no checo... Así de fácil, claro... Como si sólo se tratara de eso... Formar palabras, poner palabras juntas, juntar palabras...
Por cierto, esa fue la frase que usó una de tus excompañeras del viejo curso de inglés en la reunión de despedida, al finalizar..., en aquel sitio..., cuyo nombre no recuerdas ahora, pero que estaba ubicado en..., no estás muy seguro..., te parece... frente al edificio de la sede del Seguro Social... Bueno, el caso es que en esa noche de algún modo tocaron el tema “Francisco escribe”. Sí, fue la Nena quien tocó el tema, y tu amiga te miró con cara de grata sorpresa y dijo algo como “¿Sí?... Yo siempre he sentido admiración por la gente que sabe juntar palabras”.
Anteriormente has “juntado palabras”. La última vez que escribiste algo fue en la oportunidad de un concurso al cual enviaste cuatro cuentos en un pequeño volumen al cual titulaste “Retratos”. Fue más bien apresurado, dada la cercanía de la fecha tope para enviar los trabajos. Escribiste en más o menos quince días, primero volviendo sobre una idea anteriormente “desarrollada” en papel de una línea y a bolígrafo (un niño, hijo de padres divorciados, mira la lluvia a través de una ventana...); luego inspirado en el caso recién referido por tu amiga Isabel, sobre un compañero de canto asesinado de un disparo en la cabeza durante un robo a una buseta; en tercer lugar una idea de imaginación pura acerca de una mujer joven quien huía de un marido dominante para tener libertad, pero después de un tiempo, arrepentida, se ponía de nuevo en contacto con él y se citaban en una habitación, donde éste se vengaba de la golpiza propinada por su cuñado, castigándola con un cinturón hasta dejarla casi muerta; y, finalmente, una versión libre del tema La Carta cantado por un artista colombiano llamado Galy Galiano, cuyo título fue “La Trampa”.
El título del pequeño volumen fue lo que más te gustó. De hecho, ese era el nombre que tenías en mente para un primer volumen de cuentos, porque en lugar de historias más bien imaginabas descripciones de personajes. Sin embargo, a decir verdad, piensas que esas descripciones realmente quedaron crudas. Pero no deseas repetir ahora ideas que has escrito antes. Adaptas lo dicho por García Márquez sobre el tomar notas: se termina pensando más para aquellas que para la historia misma. Entonces nada de volver a escribir el cuento del niño y el abuelo (ese fue anterior a estos cuatro), ni el del niño que mira la lluvia, ni el del compañero del coro asesinado, ni el de la mujer que huye del marido dominante, ni aquel de la canción La Carta. Regresar a lo mismo es limitar la imaginación.
Ideas hay: El muchacho enamorado de las fotos de la actriz quien un día conoce a una muchacha tan parecida a ella que es capaz hasta de dejar a su pareja por ésta...; los esposos víctimas de un accidente automovilístico mortal que regresan a la vida porque no era su turno, pero él en el cuerpo de ella y ella en el cuerpo de él...; el día en el cual El Diablo decide reclamar para sí el Mundo (proyecto ambicioso)...; la creación del Nuevo Mundo (proyecto más ambicioso aún)...; y, bueno, a decir verdad casi cualquier imagen que llama tu atención ̶sobre todo en televisión o cine ̶, o cosas que lees, sirve de semilla para ideas nuevas. La pregunta entonces es ¿por dónde y cómo volver a empezar?...
Estiras los brazos, mueves la cabeza de lado a lado, para aflojar un poco la tensión del cuello y los hombros, miras de nuevo la “página en blanco”, y tus ojos terminan sobre la taza de café casi sin probar. Ya está frío. Se quedó esperando, humeante, a que lo sorbieras poco a poco, pero estabas concentrado en mucho y en nada. Esto también te recuerda otra frase: “Aprendiz de todo, especialista en nada”. Estabas con tu amigo Miguel y la menuda muchacha vasca, Elena Beratarbide, conversando sobre teatro en uno de los jardines laterales de la universidad. Recién habían empezado los ensayos de una obra corta de un dramaturgo mexicano llamado Israel Mandujano. No era tu primera vez con el teatro, pero en esta oportunidad iba más en serio (o al menos ya no era una pequeña obra como las de la escuela primaria). Se trataba de un drama breve desarrollado en un pueblecito sometido militarmente. En una redada eran capturados un hacendado, una maestra de escuela, un estudiante universitario, un ama de casa y un guerrillero. El sitio de reclusión era dirigido por un comandante y un sargento, quienes empeñados en arrancarle al guerrillero la confesión de la ubicación del campamento de sus compañeros de armas, procedían, en primer lugar, a torturarlo con golpes y luego ahogándolo, y, finalmente, ante su negativa de hablar, iban fusilando uno a uno a los otros personajes, hasta que el combatiente sentía la fractura de su fuerza de voluntad bajo el peso de las muertes de los inocentes, y preguntándose “¿cuál es la verdad?”, caía de rodillas y gritaba un NO, desesperado, mientras tronaban los disparos que perforaban la humanidad de la maestra de escuela. Te había correspondido el papel del comandante, el villano, y la verdad estabas contento con el resultado del casting. Con esta sensación de felicidad conversabas entonces con tus dos compañeros. El te decía que parecías realmente enamorado del teatro, ella sonreía contagiada con tu derroche de entusiasmo, el momento constituía uno de esos futuros buenos recuerdos, pero Elena te devolvió a la realidad, como era su costumbre contigo, advirtiéndote que no fueras a ser un Aprendiz de Todo, Especialista en Nada...
Este recuerdo comenzó bien, pero terminó amargo y frío como el café de la taza. La taza... De loza blanca pintada con un motivo zodiacal. SAGITARIO... El Centauro-Arquero. Por el otro lado dice Noviembre 22-Diciembre 20, El Arquero, Elemento-Fuego, Regente-Júpiter, Piedra-Turquesa, Color-Celeste, Metal-Estaño, Compatible con-Aries y Leo, Características: optimista, alegre, honorable, leal, independiente, activo y emprendedor... Bien, Diciembre 1, te gusta más el agua que el fuego, no sabes si Júpiter, no sabes si Turquesa, te gusta más el verde que el azul, en metales definitivamente te vas por la aleación del acero, tu hermano es Aries (como tu primera novia, con la cual no fuíste precisamente compatible) y tu segunda esposa es Leo..., lo demás... sí, en mayor o menor grado..., digamos que un noventa por ciento acertado.
De vuelta al café, sería muy agradable degustar un mocaccino. Por educación le pides permiso a la laptop, y te levantas para ir a la cocina. El café que ibas a tomar es de esta mañana, pero al quedar encendida la cafetera se quema y sabe horrible. Es mejor hacer nuevo.
Lavas la jarra y viertes agua hasta una medida imprecisa, porque la primera medida es cuatro tazas, lo cual te parece excesivo. Observándolo mejor la cantidad de agua es más o menos equivalente a tres tazas. Entonces tomas el café molido, con su agradable aroma, y pones un poco en el filtro, calculando obtener un líquido claro. Dejas hacer su magia a la cafetera, utensilio amistoso supuesto a proveerte placer, y vuelves a la máquina opresiva con su cursor parpadeante.
Podría ser útil ahora recordar tu motivación para escribir. Haciendo una rápida retrospectiva te vienen imágenes de cuadernos emborronados en tus intentos de dibujar historietas, o aquellos garabatos formados por líneas sencillas haciendo las veces de parodias de películas que habías visto. Recuerdas a tu amigo Laer y sus ideas para relatos de piratas, las novelitas de vaqueros de tu padre, sus compañeras en las guardias de noche, escritas por los tales Keith Luger y Silver Kane, y las de Agatha Christie... También estaban los libros que te prestaba Daisy, la encargada de la biblioteca de la escuela donde trabajaba tu madre. Y cómo olvidar al autor que realmente te impulsó a intentar escribir un primer cuento: Edgar Allan Poe. El perturbadamente genial Poe, a quien conociste a través de una colección de historias de suspenso y terror. No te viene a la memoria el nombre de la colección, pero sí que lo primero que leíste fue “El gato negro”. Más tarde encontraste un tomo dedicado al viejo Poe, perteneciente a otra colección cuyo nombre tampoco puedes recordar. En este tomo estaba casi toda la prosa fantástica y macabra escrita por él. Conociste “El hundimiento de la casa Usher”, “El diablo en el campanario”, “El pozo y el péndulo”, “El corazón delator”, “Los crímenes de la Rue Morgue” (inspiración para un tema del segundo disco de Iron Maiden), “La carta robada”... Te llamaba la atención aquello de usar sólo iniciales para los nombres: “—El ladrón —dijo G.— es el ministro D....” Así se te ocurrió la idea de un tal T, en viaje de regreso a la ciudad de R..., y súbitamente en un descuido arrollaba con el vehículo a alguien, se bajaba asustado, caminaba hasta la persona caída para descubrir con horror que era él mismo... El viejo Poe, una de tantas influencias... Otras: Quiroga —con su efectividad para producir tanta emoción en tan pocas líneas—, Agatha Christie —y sus agradables misterios—, Otrova Gomas —y su inteligente humor a lo criollo—, el mismo García Márquez —y su fantástica imaginación expresada en tan accesible prosa—, Vargas Llosa —y su facilidad para tejer entramados de historias... Querías escribir sobre pistoleros en el lejano oeste, o sobre fantasmas y maldad, o sátiras cargadas de humor multicolor, o realismo mágico, o drama cotidiano... Pero terminaste convencido de que lo mejor era dejarse llevar más por los demonios de la vida misma en lugar de aquellos de la ficción (con perdón de Borges), porque lo contrario sería formar mosaicos más o menos acertados con recortes de cosas leídas y vistas. Por eso te cuesta ahora crear relatos coherentes y completos, separar la ficción consumida de las vivencias, llenar la página en blanco, juntar palabras...
Bien, pasando nuevamente al plano de la realidad del café, está listo. Lo viertes en un tazón grande de plástico, agregas leche en polvo, chocolate en polvo, sin azúcar, bates a mano, pruebas, bates otra vez y se te hace la boca agua por el mocaccino. Llenas un vaso de humeante líquido y te acercas lentamente a la mesa en la que te espera (y te esperaría hasta el fin del mundo) la pantalla de la laptop, el procesador de palabras, la página en blanco, sin título ni caracteres que muestren el comienzo de un mundo con una o más personas que nazcan, crezcan, rían, lloren, amen, odien, o hagan cualquier cosa que valga la pena relatar. Algo como la gente que ves en las mañanas cuando sales a caminar. Hombres, mujeres, muchachos o muchachas. Como el señor que aparentemente tiene un problema motriz, quizás consecuencia de algún accidente o de algún problema congénito; o la señora que visitó tu casa hace poco, que acaba de cumplir sesenta y parece que tuviera treinta menos; gente, en fin, que por alguna u otra razón lucha contra el sedentarismo, que no desea dejarse vencer tan fácilmente por la edad o por impedimento físico alguno... Así, puedes empezar a describir una selección de estas personas, yendo de una visión muy general a esta particular de la vida... Otro sorbo del sabroso y vivificante mocaccino..., manos al teclado, miras de nuevo al cursor parpadeante con gesto de picardía y le susurras que va a tener que dejar la modorra y comenzar a avanzar a medida que vayas juntando palabras:
“Alguien nace, alguien muere, alguien ríe, alguien llora, alguien ama, alguien odia, alguien dobla la espalda bajo el peso de la vida, mientras alguien recorre sin prisa los primeros metros de los tres mil ciento cincuenta que mide la pista de asfalto en la que cada mañana, como la de hoy, algunos afirman, a cada paso que dan, su deseo de no dejarse vencer por el sedentarismo. Despego por un momento la vista del asfalto y descubro a un señor moreno que camina con algo de dificultad en sentido contrario a mi recorrido. Da la impresión de tener no sólo algún problema físico sino también mental, hasta que nos cruzamos, nos damos los buenos días, y se me revela en el señor moreno la mirada inteligente, quizás con algo de reproche anticipado a la idea instantáneamente preconcebida por mi de que es un impedido”...

Texto agregado el 16-10-2009, y leído por 157 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-01-2010 Fueron como 400 cuentos en uno... lo leí tranquila con la mente flexible, y lo eguí bien... no me daba cuenta cuando terminabas hablando de otra cosa... espero leer otra cosa tuya... tienes como mil ideas para desarrollar :) abita
 
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